Creo que vivimos un momento peculiar y trascendental. Aunque disponemos de muchos medios (tecnológicos, financieros y científicos) para resolver algunos de los graves problemas que padece la humanidad en general y nuestra sociedad en particular, no sé si vamos a tener la suficiente inteligencia como para aprovecharlos o si, por el contrario, vamos a complicar la vida del hombre para unos cuantos decenios. Además, creo que debemos tomar ya la decisión, por lo que más que impartir una conferencia, me gustaría llamar a la movilización.
La familia ha estado siempre en crisis. No estoy seguro de que las familias de nuestros padres fueran familias ideales. De hecho, uno de los problemas que ha provocado el cambio en los esquemas familiares es que aquélla no era una estructura familiar que satisficiera a todos, sino que albergaba en su seno muchos problemas callados. Por eso, una de las razones por las que nos parece que ha estallado la institución familiar es que, simplemente, han aflorado a la superficie problemas de siempre que, sin embargo, se sufrían en silencio.
De todos modos, aunque ahora tenemos una clarísima idea de cómo no debe ser la familia, carecemos de una idea igualmente clara de cómo debe ser, y ello sucede porque nos faltan esquemas afectivos para construir un nuevo tipo de familia. Hay que tener en cuenta que la familia implica, por un lado, la relación de pareja y, por el otro, la familia propiamente dicha. Lo que está fallando es el núcleo de la familia, esas relaciones de pareja; y esto constituye el problema más grave y pantanoso que nos ha dejado el siglo XX en el ámbito privado.
En efecto, las parejas no se entienden; pero al mismo tiempo nunca se ha pedido ni se ha valorado tanto la relación de pareja. Precisamente eso ha producido un efecto de rebote muy raro. Cuando nuestras abuelas se casaban, no esperaban ni un gramo de felicidad de la pareja, porque los contrayentes ni siquiera se conocían en profundidad. Lo que pedían era muy poco (una cierta estabilidad), por lo que también era más difícil fracasar; actualmente, en cambio, pedimos tanto que las probabilidades de resultar decepcionados son mayores.
La familia no es una escuela de martirio. A la familia se va porque produce o se espera que produzca grandes satisfacciones. Tampoco se va por una especie de determinismo biológico, es decir, no sirve la idea de que el sexo es la trampa que pone la naturaleza para llegar a la familia. El asunto está en que ahora tenemos la posibilidad de fundar unas familias mucho más pensadas, montadas sobre una estructura afectiva mucho más profunda, duradera, rica y que, además, esté en reciprocidad. En efecto, el modelo anterior de pareja fracasó porque se asentaba en una relación asimétrica; por ello, en el momento en el que, con toda justicia, la mujer ha reclamado relaciones simétricas, nos hemos encontrado sin sentimientos adecuados para reorganizar la pareja.
Ahora bien, ¿cómo conseguimos esa familia ideal? Ante todo, no debemos trivializar las cosas y pensar como aquel congresista americano para quien el problema entre los árabes y los judíos se terminaría cuando todos se comportaran como buenos cristianos. Es decir, no se arregla la familia con decir a los padres que se quieran mucho, que sean muy buenas personas. Así es como no funcionan las cosas.