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Carmen Arruti (presidenta de Manos Unidas): Muchas gracias por estar hoy con nosotros, amigos de Manos Unidas. Una vez más, llegado el mes de febrero, el mes principal de nuestra campaña, y gracias a la colaboración del Aula de Cultura de El Correo, nos volvemos a encontrar para acercarnos a la realidad de los países del Tercer Mundo. Esta vez nos acercaremos hasta Senegal, en África, donde nuestra invitada, la hermana Hortensia Perosanz, realiza su trabajo como responsable de varios proyectos de desarrollo que financia Manos Unidas. Al encontrarme con ella por primera vez y preguntarle por la situación de ese país, su respuesta fue: «Gracias a Dios, Senegal es un país muy pobre que no interesa a nadie, y por ello tenemos paz». Es una frase terrible, pero resume el porqué de la mayoría de los conflictos y guerras que se dan en la actualidad. Son guerras de intereses económicos, bien por los valiosos minerales que esconden en su suelo y que son tan necesarios a los países del Norte para sus avances tecnológicos, bien por las piedras preciosas que se extraen en esos países (no en vano, a alguna de las guerras sucedidas en Angola se le ha calificado como la "guerra de los diamantes"), o incluso por el gran valor de sus reservas petrolíferas. Aunque desgraciadamente suenan cercanos los tambores de guerra, hoy queremos hablar de paz, ya que con esta campaña, la número 44 de Manos Unidas, cerramos el trienio que titulamos "Tres oportunidades para la paz". Así, en el año 2001 buscamos la justicia como garantía de la paz, y trabajamos bajo el eslogan Si quieres la paz, defiende la justicia; en el año 2002, decidimos indagar las causas y las consecuencias de los conflictos con el eslogan Si quieres la paz, rechaza la violencia, y por último, en la presente campaña, nuestro eslogan dice así: El desarrollo, camino para la paz. Porque, efectivamente, el auténtico desarrollo y la paz deben caminar juntos, y así queremos hacerlo notar. En Manos Unidas estamos convencidos de que no puede darse la paz en el mundo si no logramos que existan unas condiciones mínimas que permitan al ser humano desarrollarse como persona. Por eso, y a modo de representación de esta idea, en el cartel de este año se ven dos huellas. A la izquierda, la del pie descalzo o desnudo, que es la metáfora del camino, que representa a los pueblos desnudos social y económicamente hablando y que está inscrita sobre un color amarillo ocre, más cercano a la tierra árida y pobre. A la derecha, la huella que revela la implementación de una tecnología que protege; por eso va calzada. La flecha hacia arriba sugiere un paso adelante para el progreso el bienestar y la paz, y está sobre un azul petróleo, color asociado a dicho progreso. En ambos casos, la huella actúa como icono reconocido universalmente para simbolizar el camino, y su diferencia estriba en los medios que se utilizan para recorrerlo. Esta paz por la que luchamos es uno de los valores del reino de Dios y se construye desde la armonía con la naturaleza. Hay que dar un paso que nos lleve a dominar, acoger y cuidar la creación. Hay que crear y apoyar caminos de desarrollo sostenible, lo que implica una cultura de acogida y cuidado de la naturaleza que debe servir de casa común para las generaciones presentes y futuras. Las estimaciones dicen que hay recursos naturales suficientes para alimentar a la población mundial; no obstante, el problema no radica en la cantidad de recursos, sino en cómo se obtienen, cómo se utilizan y, sobre todo, cómo se reparten. Con este modelo de desarrollo agresivo del Norte, inmerso en un consumo desorbitado, vamos dejando un camino sin esperanza para la gran parte de la humanidad. Más allá de nuestras fronteras conviven millones de personas que se enfrentan diariamente a situaciones extremas que no podemos ni imaginar. De hecho, ¿quién de los aquí presentes se ha preguntado alguna vez dónde dormirá esta noche, qué comerá o qué podrá dar de comer a su hijo mañana? Seguro que ninguno. Con esto, quiero decir que, ante esta tesitura, el hombre puede convertirse en el peor enemigo para sus semejantes. Por lo tanto, vamos a seguir trabajando por un desarrollo armónico y respetuoso, que nos permita disfrutar sin destruir, cultivar sin demoler y vivir sin matar. Manos Unidas sólo es el eslabón intermedio entre las personas de buena voluntad que nos entregan sus donativos, socios, colaboradores, etc., y la enorme generosidad de personas como la hermana Hortensia, que entrega lo mejor de su vida al servicio de los más desfavorecidos y con ello da sentido a nuestro trabajo. Nosotros llevamos a cabo pequeños proyectos en África, América Latina y Asia, siempre con el respeto a esas comunidades, a esos ritmos de trabajo y de pensamiento, eso sí, porque sabemos que el africano, por ejemplo, es lento, que tiene que tomar sus decisiones y que, por tanto, hay que respetar este y otros modos de obrar si queremos que ese proyecto salga adelante. Y nuestras dos líneas de trabajo se basan en la sensibilización del Primer Mundo, para lo que elaboramos el material educativo, y en la financiación de esos proyectos, algo de lo que no me quiero olvidar puesto que es un asunto sumamente importante. Cada año nos llegan entre cuatro y cinco mil peticiones de proyectos de desarrollo y desgraciadamente no hay fondos para financiar todos ellos, así que solemos financiar alrededor de unos mil proyectos al año que, aunque pequeños, para ellos son grandes soluciones a sus pésimas condiciones de vida. Pero le cedo la palabra a la hermana Hortensia porque ella es el mejor exponente de todo esto que les cuento. Nadie como ella para que nos cuente en vivo y en directo sus experiencias en Senegal. Hortensia Perosanz (misionera en Senegal) Ante todo, quisiera decir que no pretendo
darles una conferencia, sino explicarles cómo discurre
mi vida en Senegal, lugar en el que llevo ya la friolera de treinta
y cinco años. Mi primera misión se desarrolló
en Fatick, donde tuve la gran suerte de poder hacerme
cargo de los leprosos. Y digo «la gran suerte» porque,
efectivamente, desde siempre había tenido la ilusión
de ocuparme de los más pobres y desfavorecidos. Por eso
considero que el Señor me mimó al concederme el
deseo de poder cuidar de ellos, aunque finalmente sólo
permaneciera allí diez meses -tal vez no era digna de
aquello, digo yo-.
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