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Transcripción conferencia
"MITO Y POESIA: ALREDEDOR DE LA ODISEA" de Luis Alberto
de Cuenca 3
En Esparta, en la corte de Menelao,
la evocación de aquella tierra de fantasía que,
para seguir con el juego de brindar perfiles al sueño,
lleva el nombre de Egipto eterniza la sensación de maravilla
en un ambiente de estricta verosimilitud. Si lo maravillsoso
fuese presentado con un colorido de religiosa trascendencia,
podríamos quizá percibir el punto de sutura entre
lo real y lo irreal; pero el poeta contempla con la misma serena
sonrisa la hermosa casa de Menelao, por la que corre un aire
de tiempos nuevos -quizá debido a la presencia de Helena
en ella, tan desenvuelta y libre de prejuicios en comparación
con ese pudor esquivo que personifica Penélope-, y la
playa desolada donde Proteo duerme, en medio de su extraña
grey.
Y en Ítaca, Pilos y Esparta
está Telémaco, el triste adolescente que suspiraba,
tímido y quejumbroso, por el regreso de su padre -de aquel
padre valiente y poderoso que, con su sola presencia, pondría
en fuga a todos los pretendientes-, hasta que Atenea le dijo:
"¿No ves que ya eres grande, fuerte y hermoso?",
y desde ese momento el niño había dejado de serlo
para convertirse en hombre.
Junto a Telémaco, su madre,
Penélope, cifra la vida en un desesperado esperar. Su
larga fidelidad al esposo lejano sería heroica, pero helada,
si respondiese a una seguridad sin grietas o a una posición
racionalmente asumida, pero el continuo llanto, la obsesiva atención
a cualquiera que venga con noticias de Ulises, y esas dudas cuajadas
de suspiros que tanto se parecen a la más refinada coquetería,
dan a la resistencia de Penélope un carácter delicadamente
humano. No resiste por una reflexiva adhesión al deber,
sino por una sensible necesidad que hace temblar todavía
vivo en su ser, después de tantos años, el recuerdo
de su marido: basta una palabra para reclamar en sus ojos un
llanto que no es sólo amargo dolor, sino hirviente deseo.
Veinte años han pasado. Telémaco ha crecido, pero
ella lo ve todavía tierno y necesitado de ayuda, más
como criatura a proteger que como protector. Cuando sabe de su
partida, un espanto la invade, una desolada desesperación:
también él morirá, y ya no quedará
nada suyo en el mundo. Se siente descendida al último
peldaño del dolor y le parece absurdo estar sentada sobre
un bello trono como señora y reina de una isla, así
que, sobre el frío suelo, en el umbral de su aposento,
humildemente, como una esclava, se echa a llorar (canto IV, versos
716-719).
La interpenetración de realidad
y fantasía se produce con una naturalidad tal que no advertimos
el tránsito de la una a la otra, y lo que es una ardua
y compleja conquista parece un juego de niños. Algo tan
fácil, tan fluido, que casi ya no nos maravillamos cuando,
en los cantos centrales, desde la partida de Ogigia a la llegada
a Ítaca, lo que en la corte de Menelao era tan sólo
un appetizer se convierte en motivo dominante. Pero la fantasía
no llega nunca a ahogar la realidad. Bajo el cielo sin nubes
de la feliz Esqueria, en el interior de la gruta encantada de
Calipso -prototipo de todos los jardines feéricos de la
literatura, entre ellos de aquel de Armida que la pluma de Tasso
eternizara-, o en el palacio prodigioso de Alcínoo, seguimos
encontrando criaturas reales y vivas, palpitantes de pasiones
humanas, a las que la envoltura de lo maravilloso no quita, sino
añade, humanidad y concreción. Porque el mundo
de los mitos, que está hecho de palabras que vencen a
la muerte, no vindica paisajes difusos e irreales, sino permanencias
de brazos concretos, de piernas que se mueven ágilmente,
de ojos dorados y cabellos al viento: la eternidad que vindican
los mitos no prescinde jamás del cuerpo, porque lo que
alimenta el espíritu se traduce en la copa cristalina
que apaga la sed de la boca, en el bálsamo que alivia
la herida recibida en combate, en la mano del camarada sobre
el hombro cansado. Por eso todos resucitaremos con nuestros propios
cuerpos cuando llegue la hora.
Entre la dulzura del natural encanto
que despliega su cuerpo divino, Calipso, presa de un amor no
correspondido, inclina la hermosa cabeza sobre el trabajo que
la lanzadera de oro va, poco a poco, llevando a cabo. Esta romántica
criatura, que parece surgida de un ensueño sentimental
muy Sezession vienesa, muy Modern Style, ha intentado a lo largo
de siete años suscitar la llama amorosa en el nostálgico
corazón de Odiseo. Y durante siete años éste,
insensible a la oferta de inmortalidad que los amores con la
diosa llevarían consigo, se ha consumido a su vez en la
obsesión y en el deseo de regresar a Ítaca antes
de morir. La desilusión y la amarga renuncia penetran
en la bella gruta enguirnaldada por los pámpanos de la
opulenta vid, despertando los ecos del llanto en aquellos parajes
de sobrehumana belleza. Pero en seguida percibimos que el poeta
no busca el contraste dramático entre el esplendor del
ambiente y el apasionado martirio de la diosa; ese esplendor,
por el contrario, no es más que un fármaco, una
dulcísima medicina que impedirá a la solitaria
Calipso gemir en luto tan eterno como su propia inmortalidad.
Las soluciones definitivas no se han hecho para la Odisea,
en cuyos hexámetros reina la suave Persuasión,
difundiendo por todas partes su sereno optimismo.
Si así no fuese, sería
demasiado cruel la suerte de Odiseo, y digno argumento para la
tragedia más patética. Pero así es, y vemos
salir al héroe de sus pruebas decenales más rico
de sabiduría y más templado, pero sin huella del
amargo e incurable desánimo que hubiese sido de rigor
en un hombre que ha visto perecer poco a poco a sus queridos
compañeros de las maneras más atroces y ha sentido
en la cara muchas veces el soplo helado de la muerte. El relato
de sus aventuras serpentea, por el contrario, como un amable
río por la quietud hospitalaria del palacio de Alcínoo,
y del mismo modo que ese río refleja en sus límpidas
aguas ya riberas floridas, ya ásperas gargantas, así
en la narración se examinan aventuras alegres o luctuosas
sin que desaparezca nunca la armoniosa dulzura de la evocación.
Y es esta armonía lo que impide al poeta caer en lo grotesco
o destruir el lado humano de su creación mítica.
Los cíclopes, los lestrígones, los lotófagos,
el palacio de Éolo y aquella isla Eea donde Circe se divierte
con el insconsciente colectivo, abandonándose al capricho
de sus encantamientos, marcan la cumbre de este mundo maravilloso
donde la libertad poética parece empeñarse en intentar
los vuelos más audaces, pero en el que, por otra parte,
las continuas llamadas a actitudes y sentimientos propios del
vivir cotidiano nos ponen en guardia contra un completo abandono
en brazos de la deleitosa fantasmagoría y nos invitan
a prestar oídos al otro motivo que la sagaz y atenta medida
del poeta no deja nunca desaparecer: el motivo del humanismo.
El inmediato reflejo interior y espiritual
que la aventura asume en el ánimo del protagonista y la
compleja grandeza que Ulises, psicológicamente, adquiere
nos conducen desde la deslumbrante superficie al corazón
profundo del poema: de aquí brota la fuente perenne de
humanidad serena que hace de la Odisea una obra tan cercana
a nuestro modo actual de sentir, mucho más cargado, se
diría, de milenarias experiencias. Es la Odisea la
obra que inaugura la literatura moderna, la obra eternamente
abierta e inacabada.
La Ilíada, que es superior
en aliento y en estilo, no tiene descendencia: espléndidamente
estéril, nace para no morir nunca y, por lo tanto, no
necesita reproducirse. Al leer la Odisea, en cambio, encontramos
en sus personajes ese acento de humildad que les hace no sentirse
inmortales y querer transmitir a otros el relevo de su angustia,
y también ese acento de "verdad" que es el eterno
diapasón que acompasa la obra de arte de cualquier época.
Criaturas impregnadas de sentido y de evidencia, espíritus
de la tierra, primigenios hermanos del Calibán de Shakespeare,
o espíritus celestes, libres de la humana caducidad, como
el mágico Ariel, y también y sobre todo ambos tipos
de espíritus a la vez, animales y dioses a un tiempo,
los personajes de la Odisea nos conquistan por su esencialidad
sin adornos, que es, en cierto sentido, la misma que hace siempre
querida y gozosa la lectura del Sueño de una noche
de verano o de La tempestad. La lucha de Odiseo con
el Cíclope, su victorioso enfrentamiento con Circe la
maga y las pruebas sucesivas que debe afrontar, náufrago
y solo, desde Eea a las costas de Ogigia, serían simplemente
los fabulosos episodios de un mito mal contado o de una novela
bizantina, si la feroz bestialidad de Polifemo, la irónica
astucia de Ulises y el terror de sus compañeros no trajeran
a un primer plano el juego vario de las pasiones humanas, dejando
a la pomada de la maravilla la tarea de suavizar cuanto de demasiado
crudo o vehemente hubiese en esas mismas pasiones, despojándolas
del pathos catártico propio de la tragedia.
Lo mismo ocurre en el episodio de Circe,
en el que al elemento fantástico de la conversión
en cerdos de los compañeros de Ulises se le contrapone
la cómica y realista representación del terror
de Euríloco, quien, espiando fuera del palacio encantado
de la maga, asiste espantado a la transformación de sus
amigos y corre, después, descompuesto, a las naves, sin
ser capaz de articular palabra, de manera que sólo a duras
penas consigue referir a sus compañeros la terrorífica
escena, no queriendo más tarde volver junto a Odiseo al
palacio de Circe. En este episodio mito y folk-take se mezclan.
En el fondo, el folk-tale, lo que los alemanes llaman Märchen,
no es más que un mito que ha abandonado ese otro propósito
"serio" que lo anima, además del fundamental
de contar una historia. Decía Wilhelm Grimm: "El
cuento está apartado del mundo, en un lugar tranquilo,
no perturbado por nada ni por nadie, más allá del
cual no se distingue cosa alguna". La Odisea es mucho más
que eso, desde luego, pero también es eso, o a mí
me parece que lo es en este momento.
Lo que se me antoja inconmovible es
que, sea bajo el cielo fantástico del país de los
feacios o en tierra conocida y, por así decir, auténtica,
suceda hace treinta siglos, nunca u hoy a las siete de la tarde,
siempre tiene lugar el mismo diálogo entre padre e hija
(son los comienzos del canto VI), momentos antes de que ella
se convierta en mujer, sin dejar de ser hada, bruja u ondina,
por el procedimiento de ir a lavar unos vestidos sucios al río
o por cualquier otro procedimiento. Y todo en la rapsodia VI
se desarrolla en medio de esa atmósfera matinal, con un
colorido muy simple que, sin embargo, está asociado íntimamente
con la maravilla. Si es la voluntad de los pilotos quien empuja
las naves de los feacios, y no el soplo del viento ni la potencia
de los remos, la cortesía del rey Alcínoo es, en
cambio, completamente humana: al reparar en el llanto del huésped,
ordena que el cese el canto de Demódoco,
pues quizá lo que canta no
sea grato a todos los oyentes (VIII, 538);
a continuación propone los juegos,
como para distraer aquel dolor cuyas causas, discretamente, no
quiere indagar, y, en seguida, al repetirse el llanto de Odiseo,
lo interroga, le pregunta quié es, pero sólo para
poderlo conducir de nuevo a su patria, después de haberle
ofrecido muchos regalos y su más sincera amistad, como
si la paz serena y mágica de la que gozan todos en su
isla pudiera parecer una ofensa al asendereado ánimo del
huésped.
Y cuando Ulises parte de Esqueria se
lleva consigo el sueño de Nausícaa, ese sueño
que con suave timidez había intentado hacerse realidad
en palabras que eran destellos, en palabras armadas de melancolía.
Apoyada en el alto quicio de la puerta bien construida (las mujeres
siempre se apoyan en los quicios de las puertas, como bien saben
los entusiastas de Conchita Piquer), Nausícaa espera el
paso del héroe para ofrecerle, como el que ofrece un ramo
de rosas, el último saludo. En sus ojos asoma la tristeza
de no poder retenerlo para siempre a su lado, pero también
la firme esperanza de permanecer para siempre en su recuerdo.
Es un amor que no es amor -como el que practican los elfos en
la saga de Tolkien-, un amor hecho de rocío -en la Odisea
todo ocurre en el alba-, un amor matinal que, en su frescura
primigenia, ignora las heridas del deseo:
Salve, huésped, para que
en alguna ocasión, cuando estés
de vuelta en tu patria, te acuerdes de mí, pues a mí
debes
antes que a nadie el rescate de tu vida (VIII, 461-462).
Como siempre, la respuesta de Ulises
es perfecta: ignora con sabiduría lo que la muchacha no
ha dicho con la boca; ignora esos ojos que ya existían
antes que hubiese ríos ni fuentes; y, con sus palabras
de gratitud, envuelve a la joven en la esfera que le es más
propicia, en una esfera de idealidad arquetípica que no
refleja en absoluto el más leve temblor de la pasión
humana. Y, sin embargo, cuánta ternura hay en las palabras
del héroe, qué modo tan sutil y humano de expresar
un rechazo. Si Eneas hubiera hablado así, Dido no se habría
matado.
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