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AULA DE CULTURA VIRTUAL

LENGUAS EN GUERRA

Dña. Irene Lozano
Periodista. Premio Espasa Ensayo 2005

 

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En realidad, si uno se detiene a pensarlo durante algunos minutos, creer que una lengua define una comunidad nacional es en el fondo un ejercicio de voluntarismo, puesto que hay muchos países en el mundo donde se hablan varias lenguas; y también, lenguas que se hablan en varios países. Por ejemplo, el castellano es una lengua que se habla actualmente en una veintena de naciones; asimismo, España es un ejemplo de país en el que se hablan diversas lenguas. Por lo tanto, resulta difícil sostener el argumento de que las lenguas crean esas comunidades nacionales. Sin embargo, son teorías que tienen un elevado interés político, porque vinculan algo natural (la lengua) a una entidad de carácter artificial (la nación), y, de alguna manera, ese hecho natural del lenguaje da una justificación a esa entidad artificial que es la nación. Ahora bien, no hay más que echar cuentas: en la ONU apenas hay registrados doscientos países, pero en el mundo se hablan, sin embargo, unas cinco mil o seis mil lenguas. Es decir, resulta bastante difícil sostener esa identificación entre lengua y nación.

Esa identificación tiene en España, históricamente, sus particulares defensores: los nacionalismos y, durante muchos siglos, la Iglesia. Históricamente, la Iglesia ha defendido la predicación en lengua vernácula no como un derecho, sino como un deber, dado que la predicación en esas lenguas representaba un pilar doctrinal de la Iglesia basado en el mito de Babel y en la narración del día de Pentecostés, que se relata en Hechos de los Apóstoles. Ese día, fieles que llegaron de todos los lugares de la Tierra -y que, por tanto, hablaban lenguas distintas- acudieron a oír hablar a los apóstoles, a quienes escucharon hablar en su lengua propia. Sobre la base de esa narración -y también de unos criterios de eficacia en la difusión de su mensaje evangélico-, la Iglesia ha defendido durante siglos las lenguas vernáculas, y la existencia contemporánea de la diversidad lingüística en España está ligada también a esa influencia secular de la Iglesia en nuestra historia y en nuestra sociedad.

Esta influencia de la Iglesia se hace muy patente en América durante la época de la colonización, porque los misioneros que eran enviados allí por la corona española para evangelizar a los indios solían aprender las lenguas americanas. A pesar de que exista esa leyenda que califica al español de lengua del imperio, lo cierto es que en el imperio español se hablaban muchas lenguas, y los predicadores y misioneros renuncian a aprender todas las lenguas indígenas americanas cuando se ven desbordados por la atomización lingüística del continente, si bien se dedican a aprender las llamadas "lenguas indígenas mayores", sobre todo el quechua y el nahua. De esta manera, en los territorios americanos españoles ocurre un fenómeno sorprendente que no ha sucedido en ningún otro sitio: cuando termina el periodo de dominación española, las lenguas dominadas gozan de un mayor número de hablantes y de una mayor extensión geográfica que al principio de la colonización. Han atestiguado y explicado este hecho lingüistas como, por ejemplo, Humberto López Morales, mitad cubano y mitad puertorriqueño, y poco sospechoso, por tanto, de defender teorías imperiales o imperialistas.

Lo cierto es que en los más de mil años de convivencia de la lengua española con otras lenguas a su alrededor predominan de forma abrumadora los periodos en los que esa convivencia es pacífica. Cuando ello sucede, los hablantes utilizan las lenguas para servirse de ellas en función de sus intereses. En los siglos XVI, XVII y XVIII, el español es incluso la lengua de moda no sólo en España, sino incluso en toda Europa; es una lengua que disfruta de un prestigio similar al que, en la actualidad, todo el mundo concede al inglés, lengua que mucha gente quiere aprender. Ésa es la explicación de que, por ejemplo, en el siglo XV, pleno Siglo de Oro de la literatura valenciana, haya autores teatrales valencianos que escriben en castellano; ésa es también la explicación de que escritores portugueses, como Camoens o Gil Vicente, escriban una parte de su obra en castellano. Incluso durante los siglos siguientes, entre la alta burguesía de regiones como Cataluña, País Vasco o Valencia hay un interés en aprender esa lengua, que es la llave para los puestos de la administración y del, digamos, ascenso social, de una manera parecida -aunque la sociedad sea distinta- a como en nuestros días el inglés constituye una ventaja laboral, y estudiarlo y conocerlo es algo que nos ayuda en nuestras aspiraciones laborales y, por ello, sociales.

Lo mismo sucedía incluso entre las clases más bajas de los siglos XVIII y XIX, especialmente entre el campesinado, donde más genuinamente se habían mantenido el gallego, el euskera o el catalán en sus regiones respectivas. Los campesinos tenían gran interés en que sus hijos fueran al colegio y aprendieran castellano, porque era la manera de que pudieran llevar una vida mejor de la que ellos habían llevado en el campo. Era la lengua que les iba a proporcionar oportunidades sociales y laborales que los favorecerían en su vida futura. Además, al resultar el castellano una lengua que desde muy temprano, desde la época de la Reconquista, es la de personas de diversa procedencia que se asientan en los territorios recién conquistados -"de los desarraigados", como dijo Ángel López García, un lingüista valenciano que, por cierto, habla las cuatro lenguas de España- porque asumían el riesgo de vivir en zonas fronterizas y quizá conflictivas a cambio de la prosperidad que ello le podía suponer, convive con muy diversas lenguas, primero en la Península y más tarde en América.

Ello multiplica el valor del castellano como lengua de intercambio, algo que se debe en gran medida a que en esa época no obliga a nadie a abandonar su idioma, al servir, casi, de lengua franca. Así, comerciantes valencianos que tenían interés en aprenderlo porque con ello se les abría el mercado de todo el país (incluso el mercado americano) no se sentían obligados a dejar de hablar el catalán, si es que les gustaba más hablar en esa lengua o sentían reforzada su identidad hablándola. Ello se debe a que, de alguna manera, el castellano estaba despojado de rasgos identitarios fuertes y se encontraba muy ligado a ese propósito fundamental de la comunicación.

El discurso nacionalista suele citar los Decretos de Nueva Planta de principios del siglo XVIII como el momento histórico en el que su lengua comienza a ser perseguida. Sin embargo, lo cierto es que las medidas lingüísticas que se adoptaron en esa época comienzan a hacer proliferar una burocracia despachada en las lenguas vernáculas que no hace desaparecer otra corriente de documentos que se publican en las lenguas que hoy llamamos "minoritarias" o "regionales". En cuanto a las leyes educativas, que a menudo se han considerado también destinadas a imponer el castellano, se suele citar la Cédula Real de Carlos III, de finales del siglo XVIII, la Ley Moyano o el Decreto de Romanones (1902). Pues bien, a pesar de todos esos propósitos alfabetizadores de los reyes ilustrados y de las corrientes liberales, que son las que generalmente han defendido la lengua común en España, todavía a principios del siglo XX hay un 60% de analfabetismo en nuestro país, con lo cual, cuando se denuncian esas leyes como leyes que han querido perseguir la lengua, no hay que perder de vista, en primer lugar, que estaban destinadas a alfabetizar a las masas -objetivo que todos estaremos de acuerdo en que considerar noble- y, en segundo lugar, que resultaron bastante ineficaces por ese alto índice de analfabetismo.

Sin embargo, en esos finales del siglo XIX, el nacionalismo -catalán, sobre todo- empieza a reivindicar la lengua y a vincularla a sus aspiraciones políticas. De todos modos, creo que es importante subrayar que quienes inicialmente lo hacen son los grupos catalanistas más reaccionarios -y cuando digo "reaccionarios" aludo a posturas políticas que hoy percibiríamos tan de ultraderecha como estar en contra del sufragio universal-. Me refiero, particularmente, a la Lliga, la cual anuda la reivindicación y el fomento de la lengua vernácula a que los cargos, en la Administración, en la Justicia, etc. se concedan a catalanes, es decir, a los naturales de la región cuya lengua, además, se reivindica. Por su parte, el nacionalismo vasco y el nacionalismo gallego no se apegan tan tempranamente a la lengua como fundamento de sus reivindicaciones, aunque lo irán haciendo con el paso del tiempo.

 

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