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Transcripción de la conferencia
del escritor Lorenzo Silva el 8 de mayo de 2000 - 2
Aparte de lo mencionado, yo creo que
en la narración, tanto en la escrita, en la literaria,
como en la oral o la audiovisual, hay una pieza fundamental que
ningún narrador puede olvidar nunca, que es que una historia
tiene la vocación -diría que tiene casi el deber-
de atraer, tiene la vocación y el deber de cautivar a
quien la está escuchando. Cuando uno cuenta una historia,
su aspiración es siempre que aquél a quien se la
cuenta se deje arrastrar por ella, se deje llevar a los sucesivos
acontecimientos que esa historia comprende. En estas dos cosas,
en esa construcción y en esa ameridad o en ese atractivo
como narrador, creo que se resume el segundo gran elemento de
una narración, que es la narración misma, la historia
que se nos cuenta.
Creo que si nos quedáramos en
el estilo que tiene un novelista, si nos quedáramos en
lo más o menos ameno, ocurrente, seductor o persuasivo
que es a la hora de contarnos su historia, nos quedaríamos
en una visión limitada de lo que puede ser una novela.
Una buena novela hace algo más que utilizar de una determinada
manera el lenguaje, y hace algo más que contarnos con
mayor o menor habilidad, con mayor o menor estructura, una historia,
Una buena novela, al final, y casi sobre todo lo demás,
lo que nos transmite es una visión sobre la realidad,
aunque sea una ficción. Precisamente, lo que da sentido
a la ficción es la manera en la que la ficción
proyecta una luz sobre la realidad en la que esa ficción
se produce, esa mirada que calificaría como el tercer
elemento y, quizá, el fundamental, el más importante
en una narración; no hay una manera de mirar que no tenga
como presupuesto una observación de la realidad en la
que ése que mira, en este caso ese escritor, vive.
Pero, además de reflejar esa realidad, la mirada tiene
un componente muy personal de cada escritor lo que hace que éste
nos atraiga. No es, necesariamente, que refleje la realidad que
nos rodea, la realidad que nos rodea se puede reflejar de muchas
maneras que no son interesantes ni nos resultan atractivas, lo
que hace que la mirada a un escritor nos atraiga es aquello que
tiene de original, aquello que tiene de personal, y yo me atrevería
a añadir algo más: lo que hace que una novela,
la ya mencionada mirada de un novelista, nos atraiga es, sobre
todo, la manera en la que ese novelista proyecta ésta,
absolutamente crítica, sobre la realidad que le rodea.
Yo diría, arriesgándome, una frase demasiado rotunda,
y es que una novela, o la novela en general, la literatura, es
exactamente lo contrario de la publicidad; la publicidad ¿qué
es lo que pretende?, la publicidad -creo que tanto en su experiencia
como en la mía- pretende convencernos de algo, pretende
adherirnos a algo, pretende que compremos un coche, que compremos
un champú, que votemos a un partido político o
que hagamos la declaración de la renta.
Muchas otras veces, la publicidad también
pretende enmascarar la realidad, ¿cuántos anuncios
nos prometen maravillas en cosas que no son en absoluto maravillosas?,
¿cuántos anuncios pretenden crear en nosotros un
deslumbramiento y una imagen fascinante de algo que, cuando lo
conocemos, no resulta tan fascinante? Bueno, pues la literatura
pretende, creo, o debe pretender -y es una postura personal que
siento con bastante firmeza, aunque admito que cualquiera la
discuta-, primero, en lugar de solicitar nuestra adhesión
a la realidad, estimular nuestro escepticismo frente a las muchas
cosas mejorables que tiene la realidad en la que vivimos, y,
segundo, en lugar de enmascarar verdades desagradables, desentrañar
aquellas cosas que, por muy diversas razones, pretenden que no
veamos, aquellas cosas que están escondidas y cuya existencia
merece la pena conocer. Dicho esto, yo creo que podemos hacer
una aproximación a cómo la novela española
de este siglo, del siglo XX, ha tratado con todos estos aspectos.
Yo diría, en primer lugar -y
creo que no es una afirmación imprudente, ni arriesgada,
ni temeraria-, que tenemos que constatar que la novela española
del siglo XX no ha alcanzado en el concierto mundial unos resultados
especialmente brillantes -no es una novela demasiado influyente,
es mucho más influyente la novela norteamericana, la novela
inglesa, incluso la francesa, incluso la checa, incluso la austriaca
o la irlandesa-; digo la novela española y no la novela
en español porque hay una novela de este último
tipo que ha sido muy influyente en el mundo durante este siglo
XX, que es la novela sudamericana, o la novela latinoamericana,
o la novela caribeña, o como la quieran llamar, pero la
novela española realmente no. Si uno va a Nueva York y
pregunta a la gente que pasea por la calle quién es Baroja,
no lo sabrá nadie, y, sin embargo, esa gente, o alguna
de esa gente, sabrá quién era Kafka, que era un
escritor de un país tan pequeño como la República
checa.
Eso es así y creo que conviene
que lo aceptemos con tranquilidad; además, no quiere decir
que no haya habido grandes escritores en la novela española
del siglo XX, aunque sí es cierto que, por alguna razón,
no han tenido esa capacidad de influir que, por ejemplo, tuvo
la novela española del siglo XVI o XVII, tanta que -creo
que esto se puede afirmar- es, precisamente, la novela española
de los siglos XVI y XVII la que inventa este género tal
y como hoy lo conocemos. Partiendo de esta pequeña autocrítica
-que creo que no es malo hacer- podemos preguntarnos por qué
ha sido esto así, y quizá lo primero que habría
que hacer es ver qué ha sucedido en la novela española
del siglo XX.
Sospecho que ésta se ha debatido,
curiosamente -es algo muy propio de este país que se den
situaciones paradójicas y contradictorias como la que
procedo a comentar-, entre dos corrientes principales pero absolutamente
antitéticas: una corriente que llega hasta nuestros días
es esa corriente de los prosistas, de los exquisitos, de los
grandes estetas del idioma, de los orfebres del lenguaje. En
España, en la novela española, han tenido mucho
prestigio aquéllos que eran virtuosos de la pluma, aquéllos
que tenían un léxico abundante, aquéllos
que tenían un gran dominio de la síntaxis, aquéllos
que tenían una consumada competencia retórica;
eso ha tenido mucho éxito, casualmente, o paradójicamente,
y no las novelas de otros países. Hasta tal extremo ha
llegado y llega eso, que da lugar a caracterizaciones ligeramente
grotescas; recuerdo, en este momento, y lo recordaba hace un
par de días al leer el periódico, una de las últimas
declaraciones de Juan Marsé, esa expresión que
él acuñó, la expresión de la "prosa
sonajero". Juan Marsé dice que, entre los novelistas
españoles, hay muchos escritores que son más prosistas
que novelistas, que son más estilistas que contadores
de historias, y él reacciona muy violentamente contra
ellos y los califica de redactores o de constructores de "prosa
sonajero".
Lo último que ha dicho respecto
a este tema -quizá sea la suya la postura opuesta a esta
tendencia- es que no pretende ser la mejor prosa: `sólo
soy un narrador, un novelista, siempre lo he dicho. No quiero
dármelas de intelectual -en realidad, los intelectuales
me repatean bastante- y mi pretensión no es ser el mejor
prosista de España, ni siquiera el mejor novelista, pero,
desde luego, la confusión esa de que para ser buen novelista
hay que ser un prosista maravilloso es mentira; Gabriel Miró
pasaba en su época por ser un prosista genial y nadie
le oía ¿quién es hoy Gabriel Miró?,
en cambio, Baroja, Galdós, que no tenían pretensiones
con la prosa -es más, Baroja era muy desaliñado-
ahí están, han superado a todos como novelistas´.
Leo estas palabras de Marsé porque me dan pie para señalar
lo que creo que ha sido la otra gran tendencia de la literatura
española del siglo XX. Ésta, ya desde los primeros
años, también ha tenido una corriente de signo
opuesto a la de los estetas; podríamos decir, entre comillas,
que han existido unos narradores quizá de cierta urgencia,
unos narradores que practicaban un realismo rápido, un
realismo que a veces, incluso, llegaba al desprecio del estilo,
y no digo esto haciéndoles de menos, porque creo que hay
escritores muy respetables entre ellos, quizá Baroja,
lo menciona el propio Marsé, es un ejemplo de ello, quizá
Blasco Ibañez es otro ejemplo de ello; hay otros muchos
escritores, tal vez en los años 50, aunque yo no creo
que el propio Marsé sea un ejemplo de eso, creo que Marsé
tiene más pretensiones estilísticas, a pesar de
sus declaraciones.
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