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AULA DE CULTURA VIRTUAL

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Conferencia de Dominique Lapierre y Javier Moro- 2

Javier Moro: Sí, gracias, Dominique. Efectivamente, aunque parezca mentira, esta historia empezó como una historia de amor; una historia de amor de la alta tecnología norteamericana con la India de Las mil y una noches. En principio, habría que remontarse a tiempos muy anteriores, al problema que afecta a todos los campesinos del mundo: los insectos. Hay 850.000 especies que se comen la mitad de la producción, la mitad de todas las cosechas, y para resolver este problema, al cual ningún país es ajeno, ha habido diversos intentos. Desde los albores de la humanidad, ha habido hasta conatos para excomulgar a las orugas, como ocurrió el siglo pasado en Lausana. Luego, con el advenimiento de la industria química, vivimos el nacimiento de productos tan conocidos por ustedes como el DDT, que durante 40 ó 50 años fue el arma más demoledora contra las plagas de insectos hasta que se descubrieron sus efectos nocivos para el ser humano. Entonces fue cuando las grandes empresas químicas se lanzaron desenfrenadamente a buscar el sustituto del DDT, un producto que fuese inocuo para el consumo humano pero que, al mismo tiempo, fuese eficaz a la hora de matar los insectos. La multinacional Union Carbide, que entonces era la tercera empresa química mundial, puso a trabajar a sus dos mejores entomólogos y a un químico en sus laboratorios estadounidenses, y durante tres años, estos tres cerebros estuvieron probando combinaciones de moléculas hasta dar con un producto que consideraron absolutamente milagroso. El producto resultante fue el llamado Sevin, un insecticida efectivamente inocuo para el uso humano, biodegradable y que era y sigue siendo, porque todavía se vende en los viveros norteamericanos, muy eficaz. Su único problema, muy importante, por cierto, es que su fabricación implicaba el uso de un gas, el isocianato de metilo, uno de los gases más peligrosos de la industria química. Sin embargo, los norteamericanos quisieron que el resto del mundo y, cómo no, los 500 millones de campesinos indios cuyas cosechas son periódicamente devastadas por plagas de insectos disfrutaran del invento. Así que decidieron plantar una fábrica de Sevin en el corazón del subcontinente indio, a las puertas de la ciudad de Bhopal.

Lo que nosotros descubrimos nada más llegar a Bhopal, y verdaderamente fue una gratísima sorpresa, fue que eso no era una barriada industrial devastada, sino una ciudad todavía llena de encanto. Una ciudad erigida entre dos lagos, llena de mezquitas, de monumentos, llena de vida; una ciudad donde los poetas, y no los jugadores de fútbol o de criquet, son la gente más venerada por la población, hasta el punto de que, el año pasado, un taxista secuestró a su poeta favorito, lo llevó a su casa, lo encañonó y le obligó a recitar durante 7 horas todo su poemario. Eso es Bhopal. Una ciudad que tiene un club, quizá el club más increíble del mundo, del cual Dominique y yo somos eméritos socios, que se llama El Círculo de los Poetas Perezosos. El derecho de entrada a este club de Bhopal es una almohada, y ahí te juzgan por lo poco que hagas; de hecho, un vago de primera es el que está tumbado escuchando poemas, mientras que el sentado está considerado un vago de segunda y es despreciado. Y no les digo nada de lo que ocurre si te levantas a por agua: poco menos que la expulsión del Círculo.

A esta ciudad es adonde llega esta fábrica de alta tecnología. Entonces, comienza a atraer como un imán a hordas de campesinos pobres que ven en ella una manera de ganarse la vida, de obtener un empleo y de labrarse un futuro mejor (precisamente la hija de uno de estos campesinos, la pequeña Padmini, cuya boda estaba prevista para la noche fatídica del 2 al 3 de diciembre de 1984, es uno de los personajes principales del libro Era medianoche en Bhopal). Para ellos, no sólo suponía una gran bendición, ya que les aportaba lo que llamaban «medicina para las plantas», sino que incluso era venerada como una diosa más del panteón hindú, porque Union Carbide era el único fabricante de pilas y de linternas en la India desde 1930, llevaba la luz hasta la aldea más remota del subcontinente indio. Así que no es de extrañar que, nada más levantarse los muros de la fábrica, «la bella fábrica», como la llamaban, comenzaran a llegar los ingenieros y los vecinos de la zona, que montaron coronas y coronas de chabolas alrededor de ella.

Lo que hemos querido hacer con Era medianoche en Bhopal precisamente era contar la historia desde el interior, darle un rostro a las víctimas, contar el rostro humano de esta historia que empezó como una gran epopeya, con el deseo sincero de aportar una solución a los campesinos más desfavorecidos del mundo por parte de los ingenieros y técnicos norteamericanos. Además, estábamos interesados en abordar cómo empezó a torcerse un asunto así, cómo pudo pasar esto con una empresa del calibre de Union Carbide, que supuestamente tenía una seriedad y unas normas de seguridad con las que se había ganado su buena reputación. Todo eso es lo que hemos estado investigando durante 3 años.
Ahora bien, al principio, tuvimos grandes dificultades para llevar a cabo nuestro trabajo, porque no había manera de obtener información de la empresa. Durante varios meses, tuvimos problemas para encontrar los nombres de los ingenieros que habían participado en la concepción de aquella fábrica, hasta que, por fin, en el sur de la India, dimos con el hombre que había sido director de seguridad -que, por cierto, ahora es director de una fábrica de jabones-. Lo curioso es que, tras dos o tres días de viaje para conocerle, lo primero que nos dijo fue: «llevo 16 años esperando vuestra visita». Nosotros no entendíamos nada; ¿cómo podía ser eso posible si le habíamos dicho que llegábamos ese día? Todo cobró sentido cuando comenzó a sacarnos montones y montones de documentos, a desempolvar sus archivos: «saqué todo esto cuando salí de la fábrica de Carbide, después del accidente, esperando que algún día se presentase la oportunidad de que estos documentos fuesen útiles a los que de verdad quisieran saber lo que pasó aquella noche», nos dijo. Aquellos documentos tan celosamente guardados tenían nombres de directores de producción, de arquitectos, de ingenieros, de químicos, de todos los que habían participado en la creación de aquel sueño, un sueño que acabó en el desastre que luego conocimos.

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