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AULA DE CULTURA VIRTUAL

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Transcripción de la conferencia del escritor Jordi Esteva el 22 de mayo de 2000 - 2

Yo pude acceder a muchas de estas ceremonias por una empatía, por una serie de casualidades, que es como yo creo que a veces ocurren las cosas. Había oído hablar de una gran sacerdotisa que tenía en su santuario a unos ocho iniciados a los que estaba instruyendo pasándoles estas sabidurías ancestrales -que, curiosamente, sólo se pasan en estado de trance y entre los elegidos-. Llegué allí y traté de explicarles qué era lo que yo quería hacer: en realidad, quería quedarme un tiempo durante el que me dejaran vivir con ellos y, bueno, esperar a ver qué ocurría. Y ya no me atrevía ni a pedir fotografiar ni nada de eso; de entrada, sólo era esperar un tiempo y ver, como digo, qué sucedía.

Al principio, me quedé un poco sorprendido, porque esa sacerdotisa no me decía ni que sí ni que no, es decir, me estaba esquivando; luego, comprendí que ella no podía darme ningún permiso, tenía que comunicárselo antes a sus genios, a los supuestos genios que la poseían. Entonces, al cabo de un par de noches o así, hacia el atardecer, las chicas y algunas ancianas se reunieron; fueron al río para recoger unas plantas acuáticas y después las colocaron en un estanque sagrado. Encima de cada planta colocaron unas velas, lo que significaba que iban a convocar a la diosa o espíritu de las aguas y que iban a tratar de que se personara.

Empezaron a cantar, acompañadas de percusión, una especie de letanías al principio muy suaves y, al cabo de un tiempo, cada vez más estridentes, cada vez más rítmicas, hasta que llegó un momento de paroxismo que coincidió con unos alaridos que procedían de la casa de los fetiches. En aquel momento, salió la sacerdotisa Ayua en estado de trance; yo quedé totalmente impresionado porque había visto algunas cosas de trance en Marruecos, en Egipto -algún fenómeno de posesión-, en Cuba, pero eso lo superaba todo. Salió esa mujer con la voz totalmente cambiada; era corpulenta, pero, en aquel instante, parecía una adolescente ágil y maravillosa, y cantaba con una voz de niña todas las canciones, hasta que empezó con unos jadeos rítmicos y cayó hacia atrás para recuperarse y salir disparada hacia el estanque.

Cuando llegó allí, se tiró de espaldas y empezó a moverse como un pez -yo seguía impresionado-; de repente, como agitada por un resorte, se incorporó y preguntó «¿qué está haciendo este blanco aquí?». En aquellos momentos supe que de lo que yo dijera iba a depender mi estancia en ese lugar; es decir, si no era capaz de transmitir a qué había ido, sabía que, al día siguiente, tendría que marcharme y acabar mi trabajo, y mi aventura también. Por eso intenté explicar de qué quería ser yo testigo: de unos mundos que desaparecen, de unas creencias que se van, que están condenadas a desaparecer por la mundialización; de unas creencias que, en un principio, fueron denostadas por el colonialismo, por los misioneros, que tacharon todo esto de brujería, de superchería, de traficar con los demonios, cuando, en realidad, estas mujeres son sacerdotisas tradicionales y depositarias de una cultura ancestral que se transmite de manera oral. Incluso los propios africanos estaban dando la espalda a toda esta tradición.

Yo creo, por supuesto -y hago así un pequeño inciso-, que las prácticas animísticas son inoperantes en un mundo de hoy, por lo menos en su versión tradicional, pero no se puede echar por la borda, tachándola de superchería, toda una cultura que se ha transmitido siempre en trance o con una tradición oral y que, de alguna manera, es la que transmite unas señas de identidad africanas, toda una rica literatura contada de padres a hijos. Esto es, más o menos, lo que supe explicar; no sé cómo se tradujo, pero el efecto fue muy positivo, puesto que ella volvió a sumergirse en el estanque para incorporarse otra vez y dirigirme una frase un tanto esotérica que debía significar que estaba aceptado: «un ser humano que no conoce el camino es como el viento», me dijo.

Todo esto significó que se me permitía acceder a todas las ceremonias de los espíritus del agua, no a las de los genios de tierra -son las dos clases en las que se pueden dividir los espíritus, entre tierra y agua, llamados espíritus del territorio en antropología, porque están ligados a fenómenos, etc.- Para pedir permiso a estos últimos hicimos, al cabo de unos días, una ceremonia en un bosque sagrado, con el objeto de comprobar si yo podía quedarme en ese santuario y seguir mi trabajo. Allí se clareó el bosque, se limpió, y el ayudante de Ayua, su hermano, que es el que hace de oficiante, celebró esta ceremonia (porque, tras estar en trance, ella no recuerda absolutamente nada de lo que ha dicho y es él quien hace de intérprete entre ésta y los hombres para explicarle a su hermana, una vez vuelta en sí, qué es lo que han hablado).

El genio que la poseyó, que es el genio de los cazadores, expresó su descontento porque hacía mucho tiempo que no iban a este bosque para hacer sacrificios a los espíritus; se malhumoró aludiendo al hecho de que únicamente habían vuelto para hacer dichos sacrificios por causa, precisamente, de un nuevo europeo -ya que hacía como dos o tres años que no iban al bosque y fui yo, de hecho, quien solicitó el hacer las ceremonias allí-. Así que cuando, como primero de los ritos, degollaron un gallo y lo tiraron por los aires, éste cayó con las patas hacia el suelo, lo que significó que el sacrificio no había sido aceptado porque los genios estaban muy enfadados. La gente, preocupada, preguntó qué era lo que debía hacer y Ayua, poseída, les contestó que exigía un segundo gallo, en deferencia al extranjero que estaba entre ellos, que lo aceptaría de inmediato -lo que supondría, además, que podría proseguir mi estancia con ellos-.

Dicho y hecho, el ayudante de Ayua agarró el gallo, lo degolló de un tajo, lo hechó al aire y el animal dio varias volteretas para caer con los patas hacia arriba. Es decir, el sacrificio había sido aceptado y yo pude quedarme durante mucho tiempo para hacer varios viajes; en total, unos tres, en los que pude documentar todo el proceso por el que pasa un iniciado desde que es elegido por los supuestos genios hasta que es convertido en un sacerdote animista.

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