En la última
parte del libro Imitación y experiencia enuncio, con un carácter
general y válido para muchos casos, una serie de principios.
Desde que lo publiqué hace un año estoy intentando desarrollar
aplicaciones más concretas y prácticas de esos principios
para trasladarlos a ámbitos de la realidad. Lo hice con la
Corona en un artículo ("La majestad del símbolo")
que también tuvo la suerte de ser premiado (Premio FIES de
periodismo); en él desarrollé parte de esas ideas aplicadas
a la Casa Real, a la figura del Rey y a la Corona. A continuación
voy a referirme a otro ámbito de aplicación de los principios
de imitación y de ejemplo: se trata, en este caso, de la ejemplaridad
de las personas públicas y, en particular, de los políticos.
La tesis que voy a defender puede resumirse de la manera siguiente:
aun cuando es un término y un concepto que con mucha frecuencia
se emplea de forma coloquial y que, desgraciadamente, no ha
merecido la atención de especialistas ni de estudiosos
la ejemplaridad es una categoría política fundamental.
Comenzaré hablando sobre la imitación y la teoría
de la ejemplaridad por sí misma, pura. En Imitación
y experiencia traté de mostrar cómo, al lado de una
tradición lógico-lingüística de la filosofía
dominante durante siglos (incluido el XX) a través del
llamado "giro lingüístico", había
otra tradición que había estado olvidada y postergada,
y que merecía la pena rescatar. Se trata de conceptos relacionados
con la imitación, el ejemplo, la ejemplaridad, el prototipo
y lo que todos ellos suscitan: el deseo, la admiración, el
seguimiento y la emulación. En filosofía, todos ellos
han sido completamente postergados.
De hecho, no se ha escrito un solo libro en lengua occidental sobre
la historia de la imitación, cuando era un concepto absolutamente
fundamental en esa tradición, comparable a otros tan importantes
como la libertad, el sujeto, el ser o la esencia. Sin embargo, así
como hay gran cantidad de monografías sobre estos últimos
conceptos, sobre el concepto de imitación no había ni
una sola que lo tratara de una manera general y distinguiendo entre
clases y periodos. Por eso, la primera obligación de un escritor
que deseara hablar de este tema era elaborar una historia de ese concepto.
Además, Imitación y experiencia no solamente pretendía
restaurar algo que podría encerrar un interés "meramente
histórico", sino además deseaba demostrar las inmensas
posibilidades teóricas que el concepto tiene incluso en el
pensamiento actual. Ésta es la razón por la que, además
de un recorrido histórico, el libro propone en su última
parte que es una parte fundamental una tesis fuerte: la
teoría general de la imitación.
Todo el pensamiento moderno, desde al menos la Ilustración,
descansa en el presupuesto de que el sujeto es un sujeto racional,
autónomo, que no admite fácilmente normas que provienen
de fuera (heteronomía), es decir, que no acepta que los demás
le impongan las normas de comportamiento. Esta forma de pensar se
ve clarísimamente, por ejemplo, en la filosofía Kant
y su autonomía de la razón.
Sin embargo, el libro que he escrito establece un presupuesto básico
sin el cual no se puede entender nada. En Imitación y experiencia
lo denomino "facticidad", término que proviene de
la palabra factum (hecho); dicha palabra significa que,
de hecho, nos guste o no, nos parezca bien o no, los demás
son un modelo para nosotros y nosotros somos un modelo para los demás.
Estamos envueltos en una red de influencias mutuas.
Lo anterior se dice habitualmente y no parece que sea una cuestión
controvertida con respecto a los niños, puesto que sabemos
que en la infancia se adquieren muchas de las habilidades a través,
precisamente, del aprendizaje por imitación. Ahora bien, creo
que lo anterior es igualmente aplicable a los adultos. Es cierto que
la imitación de los adultos no es una imitación "tan
mimética", una mera copia de actos reflejos, que es lo
propio de los niños. Se trata de una imitación muchas
veces más sutil, más sofisticada, pero no menos eficaz.
Los adultos copian, imitan muchas veces: imitan ejemplos concretos
ofrecidos por su experiencia (vecinos, políticos, personas
famosas, familiares, etc.); otras veces, en cambio, imitan modelos
literarios, imaginados, soñados, subconscientes; y otras veces,
llevan a cabo una combinación de todos ellos. El hombre igual
que el niño imita siempre.
Los modelos guían nuestra conducta durante toda la vida, incluso
durante la muerte. Podría decirse que, incluso cuando morimos,
imitamos; y que, cuando queremos ser originales es decir, cuando
queremos no imitar, estamos imitando a alguien que lo fue primero.
Pues bien, si es imposible escapar a la imitación, se trata
de establecer en qué condiciones un sujeto moderno, un sujeto
racional, autónomo, puede, sin abdicar de esa racionalidad,
imitar a otro. No se trata de responder a la cuestión de si
imitamos o no porque siempre imitamos, de una manera consciente
o inconsciente, directa o sofisticada, sino de dilucidar, dado
que imitamos, qué modelo debemos escoger.
Una manera quizá un poco simple de resumir la respuesta que
propongo en el libro es la siguiente: imitamos a un modelo cuando
éste es ejemplar. De esta forma, la teoría de la imitación
conduce a una teoría del ejemplo y de la ejemplaridad, si bien
de nuevo tropezamos con un obstáculo, porque la ejemplaridad
es también una intuición vaporosa, de esas que son utilizadas
con frecuencia en el lenguaje coloquial. Decimos que un político,
un estudiante, una obra de arte o un comportamiento son ejemplares.
No obstante, debo decir que hasta donde yo sé y he tratado
de investigar exhaustivamente el tema no hay ni un solo libro
sobre la teoría del ejemplo y de la ejemplaridad que haya reflexionado
sistemáticamente sobre la importancia, la naturaleza o la función
que el ejemplo tiene en nuestras vidas. Por eso consideré necesario
dedicar al ejemplo una parte sustantiva dentro del libro.