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AULA DE CULTURA VIRTUAL

 

CINE Y LITERATURA


D. Jaime de Armiñán
Director y guionista de cine


Vitoria, 11 de diciembre de 2003



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Más suerte tuvieron los autores de teatro, que suelen ocupar sus sillones desde hace largo tiempo ­algunos por mérito propio y otros por razones políticas, coyunturales, interesadas e, incluso, aduladoras o zalameras­. Faltaron muchos autores de teatro y sobraron bastantes más, y no señalo a nadie. Es cierto que José López Rubio, del que ahora se cumple su primer centenario, guionista y director de cine, ocupó el sillón ñ en la Real Academia de la Lengua, donde también fue elegido Miguel Mihura guionista y autor de teatro (por eso le eligieron), que murió en 1977. Antes de pronunciar su discurso de ingreso, los dos entraron en la docta casa por sus méritos como autores dramáticos de talento y de éxito, no por el cine.

Sin embargo, otra academia, quizá más modesta, aunque también más justa, acogió a los cineastas ­con retraso, es verdad, pero al fin y al cabo nunca es tarde del todo­. La Academia de Bellas Artes tiene entre los suyos, por orden de aparición en escena, a Luis García Berlanga, José Luis Borau y Manuel Gutiérrez Aragón.

Los tres son directores de cine, quizá eso pueda redimirlos, por lo que las academias se pirran por los cargos, pero los otros son también magníficos guionistas, y no hace falta dar títulos. ¿La excepción de Fernando Fernán Gómez, o de qué manera un cómico al que no le importan las medallas se sienta junto a los fantasmas del obispo y patriarca de las Indias Occidentales Eijo Garay y del invicto general Martínez de Campos, Duque de la Torre? Los fantasmas un poco incómodos se mudan de sitio ­con disimulo el obispo, con altanería el general­ porque la presencia de un cómico irrita mitras y fajines. Claro que Fernán Gómez no es sólo cómico, es también autor, articulista, conversador, novelista, en definitiva, un escritor donde se funde como en pocos eso que hemos dado en llamar cine y literatura. A los señores académicos se les ha metido de clavo un director de cine y guionista de privilegio. Quiero recordar los espléndidos guiones del extraño viaje Mambrú se fue a la guerra y El viaje a ninguna parte, y no olvido a Pedro Beltrán, su escudero, quien le acompañó en muchas de sus magníficas travesías. Yo también tuve la suerte, no me resisto a decirlo, de remar junto a Fernando Fernán Gómez en sus dos guiones Stico y Mi general.

Hace más de cien años el cine nace. Aun sin saber hablar, tardaría bastante en aprender. Viene a España. Fue precisamente en el Hotel Rusia, Carrera de San Jerónimo en Madrid, donde los hermanos Lumière pusieron en marcha una máquina que iba a revolucionar al mundo del espectáculo, incluso a la mismísima tierra redonda. La tan mentada generación del 98 no se entera del feliz alumbramiento, entre otras razones porque sus protagonistas ni siquiera saben que ellos mismos forman la generación del 98 (luego sí lo van notando, y algunos se meten en aquella danza con estirado desdén, ésa es la verdad). La historia es muy conocida. Sin embargo, conviene señalar ciertos nombres: Pío Baroja, el entrañable Don Pío, que adaptó su Zalacaín el aventurero y se lamentó de que no le encargaran escribir guiones, dijo lo siguiente: "Yo creo que hubiera podido escribir guiones, pero nadie me ha pedido nada de eso". En todo caso, fue una lástima. Jacinto Benavente se reía del cine en su tertulia del Gato negro o en cualquier otro café de Madrid y aceptaba dirigir una versión de Los intereses creados. Luego Eduardo Marquina, con los hermanos Álvarez Quintero, Carlos Amiches, Muñoz Seca y otros autores, fundó una empresa: Cea (Cinematografía Española Americana).

En los estudios de "la Cea", así se decía en los años de la posguerra, se rodó Eugenia de Montijo, de López Rubio, y docenas de películas. Hubo otros osados como Pérez Lujín y Blasco Ibáñez. Pérez Lujín dirigió su Casa de la Troya, y Blasco Ibáñez la tantas veces repetida Sangre y arena. Sospecho que dirigir no dirigían, que les bastaba con ponerse una gorra y pantalones bombachos. Sin embargo, allí estaban para dar testimonio de que el cine ­entonces "cinematógrafo"­ existía y que, incluso, a algunos les iba a bañar en dólares. Tal es el caso de Vicente Blasco Ibáñez, dichoso autor de moda en Hollywood y diputado republicano en España. Desde Rodolfo Valentino, Antonio Moreno, Lionel Barrymore y Greta Garbo, hasta Tyrone Power, Anthony Quinn, Rita Hayworth, María Félix, Fernando Rey, Ana Torrent y Sharon Stone, entre otros, encarnaron personajes del gran Don Vicente, y directores como Fred Niblo y Robert Mcmullen se pusieron detrás de la cámara. Todo un éxito.

Hay amores a primera vista. Hay amores que matan. Y hay amores de viejo, tardíos, que son los más generosos, los más desinteresados, como el amor enamorado por el cine de José Martínez Ruiz o Azorín. "Soy espectador novicio en el cine", dijo Azorín casi a sus ochenta años. "Es para mí arte nuevo el séptimo arte. Voy a concretar en algunos puntos lo que pienso del cine. Primero: no me avengo a designar las obras del cine con el vocablo película; es decir, 'pielecita'; me repugna este diminutivo, humilde para grandes obras". Es curioso lo que escribe el maestro Azorín, porque el cine se ha comido la pielecita, el huevo se ha quedado sin cáscara, y la nuez sin brizna. Todos sabemos ya qué cosa es una película y nunca la relacionaremos con un melocotón. Después añade Azorín: "Para labrar unas rejas se necesita ser herrero; para escribir una novela, ser novelista. No se necesita nada, absolutamente nada, para imaginar una película. La puede hacer cualquiera". Y se quedó tan ancho. Pura contradicción y curiosa conclusión la de Azorín, enamorado del cine y perdido en sus bellas imágenes, que luego califica de arte fino y profundo.

Azorín escribió muchos artículos de cine, a veces ingenuas críticas, sin embargo, siempre desde el punto de vista del amante. Había quedado prendado de los autores, pero sobre todo de las actrices, especialmente de Ingrid Bergman en Juana de Arco. Le gustaban muchísimo Ingrid Bergman y Sofía Loren. El viejo y grande Azorín descubrió el cine con retraso, sin ningún prejuicio y con apasionamiento. En la generación del 27 pinta en bastos y pinta en oros. Para los jóvenes del 27 el cine representaba la modernidad; y Charlie Chaplin ­nuestro popular Charlot­, la bandera enarbolada. Dijo Rafael Alberti: "Yo nací, respetadme, nací con el cine". Sin embargo, no todos opinaban en esos términos. Jardiel Poncela tuvo una relación de amor-odio con el cine, pero no desdeñó Hollywood ni que sus comedias pasaran por la pantalla. Edgar Neville hizo algunas de las películas más apasionantes de los años cuarenta, como La torre de los siete jorobados o El crimen de la calle de Bordadores siempre partiendo de sus propios guiones. No obstante, en general, los literatos de aquel tiempo despreciaban el cine, e incluso desdeñaron las películas habladas, aunque ninguno, que yo sepa, rechazó la posibilidad de llevar una obra suya a la pantalla, aunque luego se quejara amargamente del resultado.






 

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