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CINE Y LITERATURA
D. Jaime de Armiñán
Director y guionista de cine
Vitoria, 11 de diciembre de 2003
Debo aclarar que esto no es una conferencia
ni muchísimo menos una lección. Vamos a dejarlo
en charla o viñeta que empezará con una palabra
que todos amamos: yo. Sin falsa modestia. Sin retorcida humildad.
Ni tampoco sin vanidades que a ninguna parte van y que no tienen
razón de ser, ni vanidades ocultas ni mucho menos falsas,
tramposas. No diría yo que la experiencia, en definitiva
la vida transcurrida, lo que queda detrás, es un tesoro,
pero sí un buen libro si uno sabe leer entre líneas.
Los que estamos a este lado aquí tenemos la
obligación con los que están a aquel otro lado
allí de ofrecerles nuestra experiencia, lo
que aprendimos e incluso lo que soñamos, es decir, lo
que no pudimos hacer y lo que hemos hecho.
Yo tuve la suerte de nacer en un lugar muy atípico, con
gente, mi familia, que estaba a dos bandas, lo que no era habitual
en aquella época. Además, estaba rodeado por los
restos del naufragio del 98, cuya generación, por así
decirlo, entraba en casa, y amamantado por la generación
del 27, que también entraba en casa. Mi abuelo Federico
Oliver era hombre de izquierdas, buena gente, y además
autor dramático y director de su compañía
de teatro. Mi abuela Carmen Cobeña fue una de las mejores
actrices de su tiempo, la competidora natural de María
Guerrero: mi abuela era la actriz del pueblo, mientras que María
Guerrero, casada con Fernando Díaz de Mendoza, Grande
de España, era la actriz de la aristocracia. Mi abuelo
Luis de Armiñán, político liberal, cervantista
y hombre de su tiempo, escribió un drama, y mi abuela
Carmen Cobeña se lo estrenó cuando mi padre, también
Luis de Armiñán, periodista y autor de libros,
era un niño de cinco años.
1927 otra vez: por un flanco, Valle-Inclán que trabajó
de actor en la compañía de mis abuelos, los
hermanos Machado, Azorín, Pérez Galdós,
Benavente, Blasco Ibáñez; y por el otro, Ramón
Gómez de la Serna, César González Ruano,
José López Rubio, Enrique Jardiel Poncela, a vueltas
con el cine, la literatura, el teatro y, casi sin excepción,
ignorando al cine o admitiéndolo como modernidad, tal
fue el caso de la generación del 27, digamos, en una zona
más indiferente. Mi abuelo Luis de Armiñán
opinaba que el cine era una atracción de verbena; creo
que vio muy pocas películas, pero por las fotos se orientaba.
En los años treinta, con el sonoro en marcha y el triunfo
de la Garbo en el mundo entero, decía que La Divina era
un manojo de huesos, claro que no es de extrañar, porque
los señores de la generación del 98 estaban más
por las redondeces de las cupletistas que por las largas piernas
de Miss Garbo, ya Cristina de Suecia.
Mi abuelo Federico Oliver amaba el teatro por encima de todas
las cosas; y en su vejez, la poesía. Era un gran aficionado
a las novelas policiacas, pero yo no recuerdo nunca haberle oído
hablar de cine, al que tal vez acudió alguna vez por simple
curiosidad, pero nunca por afición, y yo creo que siempre
con desdeñoso distanciamiento. Mi abuela Carmen Cobeña
me llevó al cine, y con ella vi dos películas tan
distintas como sorprendentes para un niño: Las Cruzadas,
de Cecil B. DeMille, y Morena Clara, de Florián Rey. Como
es lógico, me enamoré perdidamente de Loretta Young,
la princesa blanca de Navarra en Las Cruzadas, e ignoro a Imperio
Argentina en Morena Clara, entre otras cosas porque yo y todos
los niños de aquella época despreciábamos
el cine español.
Mi madre trabajó en el cine en dos o tres películas,
una de ellas Eugenia de Montijo, de José López
Rubio, de quien luego fue amigo y compañero en la Sociedad
de Autores. Por primera vez pisé un estudio cinematográfico.
Por una parte, recuerdo que me dio mucha vergüenza ver actuar
a mi madre, que ni siquiera su voz me parecía la suya.
Por la otra, me asombró la riqueza del decorado y los
trajes de los artistas, pero más que nada me dejó
planchado la hermosura de Amparito Ribelles. Aquella chica era
mucho más guapa que Loretta Young y, además, tenía
una gran ventaja: era de carne y hueso. A pesar de estos avances,
seguí ignorando al cine español, pero aun así
empecé a recordar y a recortar fotos de sus chicas, especialmente
de Amparito Rivelles e Isabelita Pomes, y de Conchita Montenegro,
una auténtica belleza, que pronto abandonó el cine
para casarse con un diplomático.
En esta olla familiar se coció mi interés por la
literatura y por el cine, aunque el género que mandaba
era el teatro, por influencia de Federico Oliver y la profesión
de mi abuela (Carmen Cobeña) y de mi madre (Carmita Oliver).
A la tierna edad de catorce años yo había decidido
ser autor y escribí El Secreto. Al cabo del tiempo, me
llegó la noticia de que el teatro es literatura. La novela,
el ensayo o la poesía lo son; sin embargo, un guión
cinematográfico no es literatura y no digamos un
guión de televisión. Al autor dramático
también se le llama escritor; al poeta, además
de poeta, se le llama escritor, igual que al novelista; e incluso
los articulistas como Larra, Mariano de Cavia, Julio Camba o
César González Ruano son escritores. Por el contrario,
los guionistas ya el nombre huele a puchero de producción
no son escritores, sino que, como mucho, alcanzan la categoría
de eso que hoy dicen "artesanos o colaboradores de la obra
en su conjunto", ya una película terminada, como
los diseñadores de vestuario o el decorador, con todos
mis respetos para ellos.
Nuestros autores dramáticos alcanzaron dos premios Nobel
a principios del siglo pasado (el de literatura, como es lógico):
José Echegaray, al que en estos tiempos ya nadie recuerda
y menos representa, y Jacinto Benavente, que se asoma de cuando
en cuando a los escenarios, sobre todo con Los intereses creados,
una pieza ya de repertorio. No quiero dejar en el tintero a Santiago
Ramón y Cajal, premio Nobel por otro camino, pero que,
a mi juicio, escribía mucho mejor que sus dos inmortales
compañeros, pero no colegas. Sin querer, por simple encadenamiento,
los premios de la academia sueca me llevan al recinto de la española,
donde también se cuecen habas: el cine tiene más
de cien años y, sin embargo, nunca fue acogido entre aquellas
paredes con la excepción de Fernando Fernán Gómez,
a quien luego convocaré respetuosamente.
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