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AULA DE CULTURA VIRTUAL

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Transcripción de la conferencia de Ferrán Gallego

Entonces, podríamos señalar que el camino que conduce al desastre de Auschwitz se origina temporalmente lejos, al final del siglo XIX, antes de la Primera Guerra Mundial, de la Gran Guerra; a partir del sentimiento de angustia causado por la atomización en las grandes ciudades, por el sentimiento de abandono, por los conflictos morales que ya nos señala la riquísima literatura realista y naturalista de finales de dicho siglo, y que han adquirido nombre propio. A mi parecer, unas de las páginas más hermosas de la literatura las constituyen pasajes como los de Ana Karenina, cuando la protagonista decide acabar con su vida; o como los de La Regenta, con Ana Ozores, en La Vetusta, Oviedo; o los que describen la vida de Gervaise, la paciente obrera que trata de sacar adelante a una familia en el París inhumano que retrató Zola, o, por último, como aquél de Crimen y castigo (que, en realidad, en ruso, se titula Pecado y expiación), escrita en la época de héroes dudosos, con el asesino, Raskolnikov. Pues bien, toda esa literatura, más que la Historia, muestra un sentimiento de insatisfacción con el mundo moderno, una incertidumbre con respecto al futuro. Todavía no es el nazismo el que crea el miedo; aún no tiene nombre, aunque dicho miedo exista. Fue el miedo a nosotros mismos y, consecuentemente, a nuestros vecinos lo que llevó al nazismo, a buscar protección, al cambio veloz de la Historia, a la adaptación a un mundo que no nos resultaba familiar, que iba demasiado rápido, que no nos reconocía y que nos hacía sentir extranjeros en nuestra propia tierra, porque precisamente ese sentimiento de alienación es el que compensamos con un sentimiento desbocado de pertenencia que usamos para arrojárselo al otro. En definitiva, esa extrañeza con respecto a la tierra provocó los muertos en los que nos apoyamos para alcanzar la sensación de recuperación de aquello a lo que pertenecíamos de una forma trágica, guiados por un destino al que no podíamos renunciar o que aceptábamos bien resignadamente, bien con gozo (por lo que pensábamos que dicho destino pertenecía a un grupo en el que estábamos incluidos, y no a los demás, invitados más o menos indeseables).

Y fue ese sentimiento de incertidumbre de finales del siglo XIX el que se puso a prueba de la manera más eficaz posible: en la Gran Guerra. En ese periodo fue cuando la amenaza de lluvia se convirtió en las Tormentas de acero que describió Ernst Jünger en uno de los libros más hermosos, aunque también más abyectos, sobre el entusiasmo bélico con la llegada de la tecnología moderna. Todas las ideas de progreso, de humanismo, fueron cribadas en el espanto de las trincheras durante cuatro largos años. Los jóvenes de toda Europa vivieron la inversión de sus principios morales y ese sentimiento de pertenencia se condensó en una experiencia intensa de vida o de muerte, de luchar para sobrevivir, de confiar tu vida al compañero de trinchera, al hábil oficial; de matar para sobrevivir, de ser recompensado por matar y de adquirir el gusto áspero de la muerte ajena y del propio miedo a morir. Sobre esos cimientos, se construyó una determinada forma de vida que se convirtió en una forma de sentirse miembro de una comunidad en marcha que creaba inclusiones y exclusiones radicales desde la percepción de un 'nosotros' y de un 'ellos' determinante. Bien es cierto que cualquier guerra ha sido, es y será de tal modo, pero lo cierto es que ésta llegó en el momento justo: masificada y tecnificada tras la erosión provocada por una prolongada crisis cultural y antes del inicio de una nueva era, pues de eso se trató cuando llegó la paz, ya tocada moralmente. Se empezaba una época nueva, se salía de la inmundicia de las trincheras con tanta vergüenza que se quería construir un mundo totalmente nuevo.

Cuando se repasan los periódicos o la literatura de los años 20 o 30, se comprueba que la palabra más usada es nuevo, lo que significa la vanguardia, el futurismo, la creación del mundo moderno. Lo viejo había caducado y ese concepto se convirtió en un episodio generacional; la guerra la habían hecho los jóvenes y el mundo era para ellos. No obstante, dichos jóvenes procedían de una situación determinada: volvían del frente desmoralizados, desalmados, acostumbrados a banalizar la violencia, a sacralizar la muerte ajena, fuera la del enemigo o la del propio campo de combate, con rituales funerarios repletos de cánticos nostálgicos dedicados a los guerreros caídos. En resumen, la muerte y la guerra impregnaron el ambiente de la política, su lenguaje, que se llenó de tácticas, estrategias y conquistas del poder; de tal modo que el adversario ya no era un enemigo a batir, sino un intruso, un ajeno, un extraño, un forastero inmundo, en definitiva, que ponía en peligro la supervivencia del país. La dinámica posterior de revolución y contrarrevolución en Alemania alimentó esa persistencia del espíritu de la guerra, la normalizó, lo que significó que el país viviera en una situación prácticamente de guerra civil que fomentó la desmoralización inicial y su conversión en una república ejemplar: la República de Weimar. Así, el régimen más progresista de la Europa de su tiempo fue inutilizado, quebrantado, e incluso perdió prestigio, dado que llegó a pensarse en la democracia, en la diversidad y en la cultura como en la fragilidad, la debilidad y la decadencia, respectivamente, frente a la república, frente al pacto de los ciudadanos, frente al contrato de los individuos libres. Se estableció la idea de una comunidad que propiciaba un sentimiento de pertenencia a algo virtual, creada por un imparable destino y cuya fortaleza estaba encarnada por un "mesías", un hombre de carne y hueso, un líder, que representaba en su persona todo lo que era ser alemán, puesto que no sólo se trataba de tener una determinada ideología, sino también de ser ario, de formar parte de esa raza, única y exclusivamente.

Y solamente así fue posible la construcción nostálgica de la gran reconciliación racial comunitaria, efectivamente encarnada en un gran comunicador apellidado Hitler, convertido en un cable de alta tensión emotiva a través del cual se canalizaban las frustraciones de su pueblo. Eso significó el principio del malestar de la cultura y el origen de un concepto tan bien descrito por Freud: el otro. La idea de que había belleza, higiene, orden, norma, y de que todo ello debía ser preservado de infecciones, de fealdad, de suciedad, de que los dirigentes debían ponerse de acuerdo en lo que sobraba, en aquello que inquietaba porque se consideraba ajeno, supuso la construcción de ese otro. La modernidad crea el sujeto, y el sujeto necesita al objeto para reconocerse; el 'ellos' también realiza el 'nosotros'. Sin embargo, el concepto de otros se pervirtió y convirtió en alienación radical; como base corporal de la propia realización, en amenaza. Así, aquellos 'otros' que podían ser el objeto de mi realización a través del mutuo conocimiento, del intercambio de ideas, del diálogo, del encuentro de las palabras, se transformaron, tristemente, dentro del discurso de la modernidad, en aquéllos en los que realizarse a través de la muerte, de lo que yo no soy, porque el exterminio nos daba la vida que arrebatábamos. Se trataba de un proceso de nutrición psicológica, de alimentación emotiva, de base vitamínica, para lograr una identidad afectiva que se veía amenazada. Ese ritual de exclusión y de inclusión se complementaba perfectamente: para facilitar la existencia de un 'nosotros' radical debía haber un 'ellos', un 'los otros', igualmente radical; tan radical que debían dejar de existir, según el discurso racial y nazi, para convertirse en seres infrahumanos o menos que eso; es decir, cosas. Ya se decía que la sociedad mercantil había cosificado a las personas estableciendo interrelaciones a través de las mercancías; pero el proyecto racial nacional-socialista alemán llegó mucho más lejos. Todavía hoy podemos leer afirmaciones tales como que el nazismo es un humanismo, lo cual resulta inaudito aunque establezcamos un sencillo y perverso silogismo a partir de aquello que decía Sartre de que el socialismo, efectivamente, era humanismo. No obstante, las cabezas malpensantes se aferraron a esa operación lógica y entendieron que los únicos seres humanos eran los arios, que los otros eran infrahumanos; por tanto, el nazismo se convirtió en el humanismo de la raza superior. Como los otros no eran seres humanos, el nazi demostró que la raza era, para él, un principio de universalidad que, si bien es cierto que fue sutil en el discurso, no lo fue, en cambio, en el acto.

Además, el descubrimiento del propio físico, típico de nuestro siglo XX, por el que pasamos de buscar el bienestar saludable a fomentar la exhibición corporal y el dominio a través del cuerpo, la auténtica veneración a éste (como lo demuestran todas esas estatuas del arte fascista, compartidas por el socialismo realista, de hombres y mujeres atléticos que desprenden juventud y fuerza física), también venía de lejos, de algo que ya preocupaba a finales del siglo XIX: el miedo a la degeneración biológica. O sea, que el nazismo procedía de algo que circulaba en la modernidad: el pavor a la degeneración de la especie, y entendió que, para eliminar la posibilidad de extinción de su raza, eran los propios gobernantes los que debían cuidar y conservar la pureza racial. Por tanto, se trataba del elogio al propio cuerpo y de la reducción del otro a una cosa, como acabo de mencionar. Y fíjense ustedes, por cierto, en que esa cosificación del otro tuvo una función ejemplar en los campos de exterminio. Yo hablé con gente que estuvo en ellos, sobre todo, en el de Mathausen, y algunos me contaban que lo que más les desesperaba era que continuaban siendo personas. Los nazis querían convertirles en cosas porque, de esta manera, cuando les mataban, creían que no hacían tal cosa, sino que más bien fumigaban, destruían por pura higiene, eliminaban simples residuos. Para ellos, las víctimas cobraban, así, un matiz de maquinaria sobrante, de material superfluo e inerte; por eso, ya uno ni se sorprende cuando comprueba que muchos de aquellos verdugos se extrañan de ser juzgados. Según ellos, no sólo se limitaban a cumplir órdenes, sino que ni siquiera se consideraban a sí mismos como asesinos; pensaban que todo había sido producto de una operación de higiene, de protección de la comunidad, por lo que se eliminó todo lo que no era bello.

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