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TÚ ERES LA CAUSA DE TU BUENA SUERTE
D. Fernando Trías de Bes
Profesor de la Bussiness School ESADE
Autor del best-seller 'La Buena Suerte'
Bilbao, 22 de marzo de 2004
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Vayamos con la tercera regla, que sostiene que, si ahora no tienes buena suerte, tal vez sea porque las circunstancias (tus circunstancias) son las de siempre. Para que la buena suerte llegue es conveniente crear nuevas circunstancias.
Ahora bien, uno no puede crear nuevas circunstancias si no entiende muy bien en qué circunstancias está anclado. ¿Y por qué muchas veces nos quedamos anclados? Sucede que el pensamiento humano es principalmente reproductivo más que productivo, es decir, tiende a reproducir patrones que ya conoce. Por eso, casi siempre que nos ponemos a dibujar un marciano, utilizamos los patrones de una persona. Estamos tan habituados a anclarnos en las circunstancias de siempre que pocos son los que dibujan algo así como una estrella de mar o, más sencillo todavía, una circunferencia. Por el contrario, el pensamiento productivo, que es el que intenta no tener en cuenta lo que conoce y partir de cero, es el pensamiento que más hace para que uno salga de sus circunstancias actuales.
Para salir de las circunstancias actuales es fundamental valorar positivamente el error. Todos hemos recibido en herencia la educación propia de Occidente, que proviene de la tradición latina y griega, y que está fuertemente basada en la crítica: pensamos que, corrigiendo lo que está mal, algo está bien. Gran parte del pensamiento occidental proviene de esta herencia. Sin embargo, los errores son una fuente de aprendizaje riquísima. Todos tenemos mucho miedo a equivocarnos, cuando en verdad equivocarse resulta fundamental. Quien no se equivoca no prospera ni progresa. El error es la clave del cambio, y tenemos que pasar a amar los errores y a fijarnos en ellos.
Citaré el ejemplo de Charles Darwin. Él llevaba siempre consigo una libretita en la cual apuntaba todo aquello que él no compartía o pensaba que no era cierto. Cuando oía un comentario con el que no estaba de acuerdo, rápidamente lo apuntaba. ¿Por qué? Porque el inconsciente es muy traicionero y tiende a apartar lo que no nos cuadra, y Darwin sabía que, si él se basaba sólo en lo que ya sabía y creía, sólo lograría continuar anclado en su paradigma actual. Y sólo él podría sacar de su paradigma pensamientos que él no compartía. Fue en esa libreta (una libreta llena de errores o de pensamientos que no compartía) donde se inspiró la teoría de la evolución. De hecho, en esa libreta hay hojas, reproducidas en muchos sitios, sobre las que están reflejados los primeros diagramas de la teoría de la evolución.
Sin embargo, no hace falta que sea tan complicado. Por ejemplo, en el campo del deporte, concretamente en el salto de altura, hasta aproximadamente 1968 se saltaba mediante la técnica de tijera o de rodillo ventral. Uno de los atletas más célebres de la historia fue Dick Fosbury, quien inventó el Fosbury flop (el salto de Fosbury). Fosbury pensó más o menos lo siguiente: "Todo el mundo salta una valla de cara". Esto es imprescindible porque, sin tomar conciencia de algo tan sencillo (sus circunstancias), Fosbury no habría estado en condiciones de decidirse a ponerse de espaldas. El problema es que nadie hasta entonces se planteaba que saltaba de cara. Realmente, cuando uno toma conciencia de las circunstancias en las que se encuentra, es muchísimo más fácil empezar a cambiarlas.
Otro problema añadido es que, cuando uno empieza a introducir cambios, el resto del mundo lo observa con perplejidad, asombro e incredulidad. Cuando Dick Fosbury empezó a saltar de espaldas recibió unas críticas durísimas; sin embargo, eso es lo que ha permitido llevar el salto de altura desde 2,24, que era la marca en aquel año, a 2,45. Dick Fosbury fue un atleta que pasó a la historia y ganó la medalla a los Juegos Olímpicos. Sin embargo, es curioso que nunca superó el récord mundial que, por cierto, se había conseguido con la otra técnica de salto. Dick Fosbury era un buen atleta, aunque no excepcional, puesto que no tenía las habilidades físicas suficientes para obtener una medalla. Sin embargo, ganó la medalla analizando previamente sus circunstancias.
Aquí me gustaría aportar otro ejemplo sobre el error. Yo tengo una hija de tres años que se llama Blanca y que ahora está en la época de ir al parvulario. Como todas las niñas de su edad, va con la libreta y vuelve con los ejercicios. Pues bien, en cierta ocasión venía con un ejercicio que era una circunferencia que tenía que pintar y me dijo: "Papá, no tengo que salirme de la raya". Yo respeté ese ejercicio porque mi hija tenía que adquirir esa habilidad, pero al mismo tiempo me disgustaba porque hay que plantearse qué sucede porque se salga de la raya. Por eso, cuando ya no tenía que llevar más la libreta al parvulario y la profesora no le iba a decir nada, hablé con mi hija: "Blanca, ven para acá. Coge un bolígrafo. Ahora vamos a salirnos de la raya". Y me respondió: "El papá está loco". "Sí, Blanca, salte de la raya", dije yo.
Y empezó a dibujar; primero con cierta timidez, pero poco a poco saliéndose de la raya. Y lo que era meramente un ejercicio de habilidad ("no debo salirme") se convirtió en otra cosa. Blanca empezó a ver cantidad de cosas. Empezó a decirme: "Papá, no es un círculo, es un ojo que llora". O me dijo: "Esto es el Sol". En definitiva, mi hija empezó a ver cantidades de cosas donde antes lo único que veía era "no equivocarse".
Aun así, ¿por qué nos da tanto miedo el error? Aquí entramos en un discurso que tiene que ver más con el riesgo. Sentimos mucha aversión al riesgo, cuando el riesgo es muchas veces la felicidad temida. La realidad es neutra, y, al final, el riesgo es una cuestión de percepción. Evidentemente, hay riesgos reales, pero sobre todo los riesgos relacionados con la toma de decisiones (los riesgos empresariales, por ejemplo) son muchas veces cuestión de percepción.
Aportaré un dato: una de cada de tres personas tiene miedo a volar, y, sin embargo, sólo se cae uno de cada millón y medio de vuelos. El dato es apabullante: uno de cada tres con respecto a uno de cada millón y medio. La respuesta puede ser que se trata totalmente de una cuestión de percepciones. Yo tenía bastante miedo a volar y seguí los consejos de un libro (Más allá del miedo). Se trataba de empezar a imaginarse que uno está dentro de un avión y que el avión se estrella. A ese ejercicio había que dedicarle veinte minutos diarios, imaginando con todo lujo de detalles cómo el avión entraba en barrena, se iban rompiendo los vidrios y los pasajeros gritaban. Me puse a ello los veinte minutos diarios de rigor durante dos semanas. Al final estaba harto, estaba cansado de pensarlo. Entonces me subí al avión, y, por supuesto, empezaron a venir los pensamientos de temor. Sin embargo, me daba tanta pereza, que el miedo se esfumó. En definitiva, con el miedo ocurre que, cuando se le mira a los ojos, uno descubre que no hay nada detrás. O mejor: detrás del miedo hay deseo, y al miedo no hay que vencerlo, sino que hay que convencerlo. Y la única manera de convencerlo es dejarlo entrar dentro de uno.
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