LOS BUENOS HÁBITOS
EN LOS NIÑOS
D. Eduardo Estivill
Pediatra y neurofisiólogo (creador del famoso método
Estivill)
Dña. Montse Doménech
Pedagoga y psicóloga
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Ahora bien, ¿qué es un hábito? Un hábito
es algo que no sabemos hacer, pero que, a base de repetición,
aprendemos. Los hábitos siempre tienen connotaciones culturales;
por ejemplo, un hábito es lavarse los dientes con un cepillo,
comer la sopa con la cuchara o aprender a manejar una bicicleta o
a deslizarse con esquís. Ahora bien, los hábitos se
realizan de una manera o de otra, algo especialmente fácil
de entender estudiando el hábito de la comida. Por ejemplo,
en Japón, los niños comen sentados en el suelo, con
un bol y unos palillos; en cambio, aquí lo hacemos sentados
a la mesa con una cuchara y un plato. Los dos hábitos son correctos,
aunque, si el niño japonés viene aquí y quiere
seguir con su hábito, tendrá dificultades de adaptación
a su nuevo ambiente. No lo hará mal, sino que, simplemente,
puede tener alguna dificultad de adaptación. De igual manera
sucederá si nosotros vamos allí. Por lo tanto, nosotros
no explicamos dogmas ni filosofías, sino el resultado de estudios
científicos sobre cómo podemos enseñar unos hábitos
que no están correctamente establecidos dentro de una cultura
que es la nuestra.
Durante el primer año de vida, los niños aprenden básicamente
dos hábitos: comer y dormir. Quede claro que el hambre es una
necesidad del cuerpo, pero que comer bien es algo que se aprende;
y de igual forma sucede con el sueño. Veamos un ejemplo. Cuando
una madre de un niño de siete meses dice a su padre que le
dé las papillas, éste coge al niño, lo sienta
en una sillita, le pone un babero y coge un bol y una cuchara. Es
decir, utiliza unos elementos externos (bol, plato, vaso, cuchara,
sillita, etc.) que asocia al hábito que va a enseñar.
De una forma natural -sin recurrir a ninguna información extra-,
todos los elementos externos que utiliza para asociar al hábito
que va a enseñar se los deja al niño durante todo el
tiempo que dura el hábito. Es decir, el padre no le quitará
en mitad de la comida un elemento externo, en este caso la cuchara,
para hacer que el niño, por ejemplo, se beba la sopa.
Además, a base de repetición, gracias a esta asociación
de elementos externos con el acto que estamos enseñando, el
niño va ganando en seguridad. Sucede así que el padre
hace tan bien su labor que, cuando tiene nueve meses, y sólo
con ponerle el babero y la sillita, el niño ya mueve las manos,
debido a la repetición anterior, porque sabe que a continuación
viene la comida. Ha conseguido que el niño se sienta seguro
con su hábito.
Ahora bien, esta seguridad le viene no solamente de la asociación
de elementos externos con el acto que estamos enseñando, sino
también por la actitud de los que le transmiten el hábito.
Un niño siempre capta lo que el adulto le transmite. Por ejemplo,
si pongo delante de mí un niño de seis meses y le digo
con un tono suave "gordo, papá no te quiere nada",
el niño sonríe; en cambio, si al mismo niño le
digo con un tono fuerte "¡guapo, papá te quiere
mucho!", el niño llorará. El niño no entiende
las palabras, sino que capta lo que yo le transmito. Por lo tanto,
lo que se necesita para que un niño capte que aquello no se
puede hacer es que un adulto se lo transmita. Es decir, los niños
experimentan las sensaciones que tienen porque los adultos se las
transmitimos.
Por ejemplo, se traumatiza verdaderamente a un niño cuando
es el adulto quien le transmite el trauma, debido a que, por ejemplo,
los padres se pelean, hay problemas en la escuela, etc. Pensemos,
asimismo, en las cunas con barrotes, las cuales, dada la altura de
los recién nacidos, podrían parecerles una jaula. Sin
embargo, no existe en el mundo niño alguno traumatizado por
haber dormido en una cuna con barrotes, por el simple hecho de que
nunca se le ha comunicado la sensación de que eso es negativo,
sino precisamente lo contrario: la sensación de que es agradable.
Ahora bien, ¿qué pasaría si los padres lo hicieran
mal y dudaran? Es habitual que la primera vez que ponemos a un niño
delante de un plato de sopa, lo primero que hace es ver la sopa y
meter en ella las manos; y a la primera cuchara que le ponemos en
la boca, el niño lo escupe todo. ¿Qué piensa
el padre en un caso así?
Piensa que lo está haciendo bien. El padre ni cambia ni duda,
y al día siguiente volverá a hacer lo mismo. Si este
padre pensara que, como el niño ha comido mal el primer día,
le dará mañana la comida sentado en el orinal, pasado
mañana en la bañera, al tercer día en el sofá,
al cuarto en una olla a presión, al quinto en un florero, al
sexto con pajita... -todo ello para ver si el niño come bien-,
entonces, haríamos a los nueve meses un niño inseguro
con su hábito, porque estaría despistado. En cambio,
comportándonos de una manera repetida transmitimos al niño,
sin darnos cuenta, nuestra seguridad.
Analicemos ahora al hábito del sueño. Los elementos
externos asociados al hábito del sueño son más.
Por ejemplo, supongamos que damos al niño la manita para que
se duerma. Ése va a ser el elemento externo que el niño
asocie a su sueño. Lógicamente, una vez que se ha dormido,
nos vamos. Pero ¿qué pasa si se despierta porque su
reloj biológico todavía no está en hora y, por
tanto, no ha aprendido a dormir seguido? Como no sabe hablar, reclama
el elemento externo que ha asociado a su sueño, pero los padres,
que desconocen esta situación, van cambiando: un día
le dan agua, al segundo le cantan, al tercero le bailan, al cuarto
le dan la mano, al quinto lo llevan a su cama para que duerma con
ellos... Es decir, sin darnos cuenta vamos cambiando los elementos
externos que asociamos a su hábito. Y con ello, lógicamente,
transmitimos inseguridad.
Además, y como en el ejemplo de la comida, no debemos olvidarnos
de la actitud. Sin embargo, sucede que, así como los padres
no dudan y tienen muy claro cómo enseñar a comer a sus
hijos -y no dejan que nadie opine ni les aconseje, ni siquiera el
pediatra más importante-, los padres con hijos que no consiguen
dormir de manera regular comienzan a tener más dudas sobre
cómo lograrlo. El problema en este caso es que los padres,
que son los mejores educadores (cuando se les dice lo que tienen que
transmitir a sus hijos), sin querer transmiten su inseguridad al hijo.
Abordaré a continuación la segunda gran base teórica
de nuestro libro, que también hemos aprendimos de psicólogos
y pedagogos. Un niño es un ser inteligente que se comunica
con un adulto mediante lo que llamamos "acción-reacción".
Es decir, los niños hacen cosas porque esperan reacciones de
los adultos; y, en función de la reacción del adulto,
el niño vuelve a hacer la misma cosa o hace otra cosa distinta.
Imaginemos un niño de un año de edad que no sabe dormir
seguido. Lo colocamos en la cuna y nos vamos a la cocina a preparar
la cena; él, para comunicarse con nosotros, tiene que hacer
una acción. Un niño de un año puede hacer dos
clases de acciones. La primera es levantarse y sentarse en la camita
dando palmas y haciendo "gu, gu, gu". Ante esta primera
acción, la reacción de los padres es mirarse entre ellos
y decirse "qué mono, está cantando una canción".
Ahora bien, el niño puede hacer otra acción: levantarse,
ponerse de pies, estirar los brazos, llenarse de mocos y empezar a
gritar "¡mua, mua, mua!". Entonces, los padres lo
cogen, le cantan, la bailan..., hacen todo lo que pueden.
Si este niño tiene problemas con el hábito del sueño,
¿por cuál de las dos acciones optará? Por la
que ha conseguido la reacción del adulto, evidentemente. Por
lo tanto, las acciones que utilizan los niños para comunicarse
con los adultos cuando están en una situación de inseguridad
en su hábito de sueño son el llanto, el grito, el vómito
y darse golpes. En efecto, las otras dos acciones que el niño
sabe hacer (dar palmitas y hacer "gu, gu, gu") no sirven
para despertar a sus padres a las cuatro de la mañana.
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