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![]() EL CORREO |
El escritor chileno Jorge Edwards. |
Yo me educaba en el viejo colegio de los jesuitas de Santiago, en el Colegio de San Ignacio, y mis maestros de cuando yo era niño tenían un gusto muy marcado por el s. XIX español y creían mucho, además, en la memorización como método pedagógico, asi que yo, de pequeño, estaba siempre condenado a estudiar de memoria poemas de poetas como Quintana, Gabriel y Galán y algunos otros, y tuve que recitar en el salón de actos del colegio ese de San Ignacio del Viejo -porque ahora hay unos colegios muy modernos pero éste es uno antiguo, en la parte baja de la ciudad de Santiago- un poema de un poeta francés que se llamaba Prudíhon, en traducción rimada al español; este poeta, hoy día, sólo es recordado en Francia por el nombre de una calle, pero era bastante célebre en su tiempo. Todo este ejercicio, todo este trabajo de memorización en una primera etapa, a mí me llevó, en realidad -y tengo que confesarlo porque es la verdad-, simplemente, a detestar la poesía y la literatura. Yo, a los diez u once años, consideraba que la poesía, la literatura y todo eso eran cosas extravagantes y más o menos absurdas; sin embargo, yo era un lector de Historia, de narraciones, de aventuras, de biografías, etc. Ahora bien, me ocurrió lo siguiente: yo tenía que estudiar en ese colegio un manual de técnica literaria; este manual de técnica literaria había sido escrito por un profesor que era un personaje anticuado, anacrónico y simpático, aunque nosotros, los chicos del colegio, nos dedicábamos a torturarlo de las más diversas maneras, a tirarle cosas, a hacerle bromas muy pesadas, etc. Se llamaba Don Eduardo Solar Correa, era un caballero de polainas y de corbata de pajarita, de grandes mostachos y de bastón. Resulta que este personaje tenía muy buen gusto literario y, entonces, explicaba las figuras retóricas, las figuras literarias o la métrica castellana, y junto con cada definición daba unos ejemplos que eran muy bonitos y muy sugerentes. Fíjense ustedes que el otro día, antes de hacer este viaje, encontré de nuevo el manual de D. Eduardo Solar Correa, lo que es bastante decir porque mi biblioteca es francamente muy desordenada; yo soy muy poco metódico para guardar mis libros, pero encontré el manual de D. Eduardo y me puse a releer esos ejemplos, y les voy a dar algunos: tras "paradoja", explica lo que es y cita esos versos que terminan en "que muero porque no muero"; tras "concesión", "pero también que me confieses quiero, que es tanta la verdad de su mentira"; después, "gradación", con "acude, corre, vuela, traspasa la alta sierra, ocupa el llano". Yo no sé si se usa enseñar hoy en día estas figuras, pero a mí lo que me gustaba no eran las definiciones, sino esta ejemplificación: "hipérbole", "érase un hombre a una nariz pegado"; "perífrasis", "la blanca hija de la blanca espuma"; "aliteración", que es un sonido fantástico, mírenlo ustedes en "el ruido con que rueda la ronca tempestad". Bueno, yo niño, y más o menos distante con respecto a la poesía, empecé a leer esos ejemplos y a buscar a esos poetas; me encontré con la poesía de Quevedo, me encontré a Góngora, a Lope, después encontré algunos poetas modernos que para D. Eduardo ya no lo eran tanto, a Rubén Darío..., y yo me descubrí, con sorpresa para mí mismo y en forma muy secreta, escribiendo poesía, a mis once, a mis doce, a mis trece años de edad. Como les digo, no estaba previsto en mi mundo familiar que yo saliera poeta, pero sí había dos personas dentro del mismo; había un escritor que se marchó, que se había alejado completamente de la familia, que había estado en Europa mucho tiempo, un jugador empedernido que se arruinó en el juego, un hombre de malas costumbres que volvió a Chile, se instaló en un barrio más bien modesto de Santiago y se dedicó a escribir novelas, crónicas, etc, y estaba, también, una hermana de mi abuelo, que era una fantástica aficionada a la lectura y siempre andaba por las casas de la familia con una especie de conspiradora que hablaba de literatura y de cosas que parecían inconvenientes. Esta tía, la tía Elisa, me llevaba siempre a un rincón y me mostraba las tapas de los libros de Joaquín Edwards Bello, este primo hermano de mi padre al que me acabo de referir, diciéndome "ves tú, hay un escritor en tu familia", cosa que indica que ella intuía que yo estaba leyendo y escribiendo. Ahora, fíjense ustedes en lo que significaba ser escritor en ese tiempo y en ese mundo. Cuando en la casa de mi abuelo paterno se hablaba de Joaquín, que era sobrino carnal de mi abuelo, que era hijo del hermano mayor de mi abuelo, nunca se decía "Joaquín", se decía siempre "el inútil de Joaquín", y resultó que la primera novela escrita por él fue una novela titulada, precisamente, El inútil; o sea, asumió su condición. Yo, por mi parte, cuando comprendí esta situación, también la asumí como condición propia, y mi padre me perdonó, pero tarde; les digo que me perdonó hace pocos años, poco antes de su muerte ya consideró que yo me había salvado, por lo menos, de la condición de inútil completo. Asi que fue una larga historia, fue una historia muy difícil.
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