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Transcripción de la conferencia
'Los proletarios del arte'- 2
Verdaderamente curioso. Pero no fue el único, la única
entre las criaturas que yo recojo en el libro que terminó
muy mal; casi todas acabaron en la cárcel, en los manicomios,
en los hospitales, porque la literatura los hizo enloquecer,
enfermar, o les hizo cometer muchas tropelías. Por ejemplo,
hay otro nombre del que hablo no ya como personaje de ficción,
sino como criatura de carne y hueso: Pedro Luis de Gálvez.
Fue el protagonista de mi primera novela, un bohemio terrible,
lleno de anécdotas macabras y tremebundas, que a la conclusión
de la Guerra Civil fue fusilado. En este libro recupero precisamente
el proceso de guerra que se le abrió tras finalizar la
contienda; un proceso espeluznante donde se le hacen las acusaciones
más terribles y donde podemos observar los ambientes degradados
y desesperados en los que se movían estos escritores.
Sin embargo, no todos ellos tuvieron una existencia trágica
-al menos no como los ya mencionados-; algunos la tuvieron tragicómica
e incluso más bien cómica. Este caso lo representa
un personaje de la época especialmente desquiciado al
que se refieren, siempre de manera muy tangencial, con menciones
ciertamente jocosas, algunos de los escritores más importantes
del momento, como Ramón Gómez de la Serna o como
César González-Ruano. Me refiero a Iván
de Nogales, autor de un libro de poemas eróticos en pleno
furor ultraísta, en pleno furor de las vanguardias, titulado
Nueces eroticolíricas heteroclitorizadas y efervescentes
-con semejante título pueden ustedes imaginarse cómo
era el libro-, el cual, por cierto -tan singular era quien lo
firmaba-, se vendía con un cascanueces de regalo, convirtiéndose,
así, en el pionero de la venta de libros con regalito,
costumbre que hoy en día se usa mucho no sólo cuando
se venden libros, sino sobre todo cuando se venden periódicos
-hoy en día, los mismos teléfonos, por ejemplo,
nos los venden con una cubertería, con un kit de bricolaje;
en fin, con cualquier cacharrito incorporado-. Y por si fuera
poco, tenía muchos hábitos enloquecidos que iban
desde el faquirismo genital -se metía agujas de ganchillo
por la uretra para mantener la erección-hasta otros muchos
hábitos disparatados que yo exploré y que realmente
me dejaron estupefacto. Él fue, por poner otro ejemplo
de su singularidad, el que publicó un opúsculo
titulado La mujer, primer pintor de la humanidad, basado, ni
más ni menos, en la idea de que las primeras pinturas
de la Historia están hechas por mujeres. Contaba que él
había analizado las pinturas rupestres de la cueva de
Altamira y había comprobado que el grosor de los trazos
tenía que pertenecer a una mujer, porque los hombres prehistóricos
tenían que tener manos como zarpas, con dedos muy gordos,
y aquellos finos trazos indudablemente pertenecían a una
mano femenina. Y así era para todo: muy desquiciado.
Les leería la semblanza que le dedico a este personaje
en mi libro, porque creo que es la más desternillante
de todas las que relato, pero es un poco larga y nos extenderíamos
más de la cuenta. A cambio les voy a leer una de un poeta
al que yo tengo un especial cariño; un practicante murciano
con ciertos problemas mentales, muy inocentón, que además
enloqueció y a quien sus amigos, unos cachondos de Murcia,
decidieron publicarle un libro con todos los ripios que había
escrito durante toda su vida para bautizos, comuniones y bodas
-libro ciertamente catastrófico, uno de los más
catastróficos de la historia de la literatura-. Él
es don Pedro Boluda, y creo que mi semblanza les gustará
porque aúna esperpento y ternura. Se titula "Don
Pedro Boluda les desea la paz mundial"; veremos el porqué:
«Que poesía y locura son enfermedades contiguas
y recíprocamente fértiles no parece asunto que
requiera mayor elucidación: el lector que se haya asomado
a este borroso repertorio de fantasmas habrá notado que
la esquizofrenia y la monomanía y las muy primorosas variedades
de la paranoia fomentan la fabricación de versos descacharrados.
Que la poesía promueve el frenesí de los espumarajos,
el desahogo epiléptico y el furor uterino o sintáctico
es una verdad que no admite refutaciones. Que la poesía
impide la respiración normal de la inteligencia y hace
fermentar la sesera, hasta convertirla en una especie de requesón
o kéfir en cuyo ácido lácteo naufragan las
neuronas, es un fenómeno tan fácilmente comprobable
que nadie querrá someterlo a controversia. Menos habitual
resulta que de una locura pacífica se derive una vocación
lírica, pues las vocaciones suelen florecer entre individuos
aguerridos o dislocados o partidarios del baile de San Vito.
No quisiera, pues, dejar de exhumar el peregrino caso de don
Pedro Boluda, murciano bonancible y risueño, para que
sirva de ejemplo y escarnio a la turbamulta de vates que han
hecho de su oficio un sórdido conflicto de histerias,
esgrimas macarras y vituperios disfrazados de antología.
No quisiera dejar de reseñar el caso perplejo de don Pedro
Boluda, que consagró su numen a la celebración
minuciosa del mundo y a la salvación del prójimo,
como un Jorge Guillén en versión averiada y municipal.
Nace don Pedro Boluda en Murcia, en 1878, aunque su nacimiento
para la historia anecdótica de la literatura se haya de
retrasar todavía durante más de 30 años;
fue la suya una conversión tardía y dictada por
motivos desgraciados, como enseguida se verá. Antes de
que lo asaltaran al unísono el desquiciamiento y la poesía
cívica, Boluda completó una niñez bastante
modosita y ejerció durante la adolescencia algunos cargos
subalternos en el Ayuntamiento de su ciudad; más tarde,
instalaría una barbería que tuvo entre su clientela
una sinagoga de próceres pedáneos, boticarios con
almorranas, curas párrocos que aspiraban a una canonjía
y algún alevín de artista con ínfulas de
estrellato. Las tertulias que allí se improvisaban, mientras
don Pedro Boluda esquilmaba coronillas y cogotes y sotabarbas,
discurrían sobre asuntos de filosofía palurda,
bagatelas de la política local y chismorreos sin sustancia:
más o menos las mismas fabulaciones ineptas que todavía
hoy siguen animando los cónclaves entre solteros. El pintor
Luis Garay, por entonces un mancebo a quien apenas apuntaría
el bozo y la pelusilla de la pubertad, rememora su primera rasuración
en el establecimiento de don Pedro Boluda, en su libro de memorias
Una época de Murcia: mi vida hasta los cincuenta y ocho
años (Academia de Alfonso X el Sabio, Murcia, 1977):
"Empezó cubriéndome toda la cara de jabón,
descubriéndome luego la boca con el dedo pulgar, y parsimoniosamente
me dejó sin la menor huella de haber tenido barba. A pesar
de ello, no sentí jamás el roce de la navaja. Después,
se empeñó en echarme vinagrillo en la cabeza, y
aunque traté de oponerme al fin tuve que ceder, porque
me dijo terminantemente: 'Sí, no hay más remedio'.
"
Con estas imposiciones cosméticas, don Pedro Boluda se
granjeó fama de concienzudo y mañoso en el negocio,
que se fue extendiendo a otras disciplinas: en la trastienda
de su barbería, había instalado una especie de
quirófano rudimentario donde practicaba sangrías
y ensartaba inyecciones y condecoraba de sabandijas a los enfermos
de pulmonía, habilidades que le reportaron un empleo temporal
de practicante en el hospital de Murcia. Era incruento y cachazudo,
pero su fisonomía de ogro espantaba a los niños
y a las señoras más melindrosas, que no dejaban
de remejerse mientras don Pedro les tanteaba el culo, en busca
de la zona más mollar e insensible a la aguja hipodérmica.
Este desasosiego de algunos pacientes estrenó su inspiración
con una coplilla que, transmitida oralmente de generación
en generación, se ha convertido en el himno de los practicantes
murcianos: "En vez de darle un pinchazo/ le di dos,/ porque
no se estaba quieta/ ni pa Dios". Y lo cierto es que don
Pedro Boluda tenía un aspecto de troglolita muy poco tranquilizador:
el cráneo más bien cuadrilátero, la frente
angosta, la testuz vacuna, las cejas como toldos ensombreciendo
una mirada de paquidermo y el bigotazo de canciller austrohúngaro
lo aproximaban bastante a esos villanos del cine mudo que pululan
por los cortometrajes de Charlot y Jaimito.
Pero don Pedro Boluda no contemplaba la villanía entre
sus estrategias vitales, tampoco la infracción de los
mandamientos, ni la comisión de pecados capitales: su
candidez y bonhomía le granjearon la amistad de las monjitas
que atendían el hospital, y también la del capellán,
para quien oficiaba de monaguillo, sosteniendo las vinajeras.
Tan celebradas eran sus prendas morales que hasta logró
convencer a una beata murciana para que lo acompañase
al altar; suponemos que la beata bajaría piadosamente
los párpados al prestar su consentimiento, para que las
facciones pavorosas del contrayente no la disuadieran. Don Pedro
Boluda instaló su domicilio conyugal en la calle de Mariano
Vergara, y engendró sin lujuria un hijo que heredaría
sus peculiaridades genéticas: no creemos que naciera provisto
de bigote, pero sí macrocéfalo y embestidor, tanto
que, a la hora del parto, aniquiló a su madre, a fuerza
de embates Don Pedro Boluda enviudó, pero obtuvo a cambio
el consuelo de un vástago en el que comenzó a depositar
sus desvelos. Muchos años después, se proclamaría
defensor a ultranza del nasciturus, escribiendo un soneto en
el que denunciaba la felonía de un señorito que
procreaba con sus criadas, para luego obligarlas a abortar:
Por ocultar señor un crimen galano
te atreviste a matar criminalmente;
a una infantil criatura inocente
sin pensar que después ese ángel ufano;
te serviría de consuelo soberano,
inspirándote una paz refulgente;
que te había de servir solamente
para gloria de un bien muy humano.
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