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Transcripción de la conferencia del periodista Xuan Cándano
Con la guerra decidiéndose en otros frentes, sobre el
Pacto de Santoña cayó un manto de silencio. El lehendakari
ya en el exilio desarrolló para ello gran celo y demostró
sus habilidades políticas. José Antonio Aguirre había
abandonado Santander con los nacionales a punto de conquistar la ciudad
y su viaje huyendo en avión casi coincide con el que hizo en
sentido contrario Juan Ajuriaguerra. El líder del PNV voló
desde el Sur de Francia hasta Santander para estar al frente de los
suyos en la rendición final, aún sabiendo que su vida
corría con ello mucho peligro, dada la precipitación
y el caos de los últimos días que amenazaban con hacerla
fracasar, como así ocurrió. Al final estuvo 800 días
con una condena a muerte.
Aguirre, alejado por los suyos de las garras del franquismo para
mantener la legitimidad del gobierno vasco, aprovechó su libertad
para impedir, con gran eficacia y brillantez política, que
el tema de Santoña fuera amplificado y utilizado contra el
nacionalismo vasco. Personalmente o mediante intermediarios, logró
garantizar que el tema pasara al olvido, incluso para los dirigentes
republicanos, como Azaña, Negrín o Prieto. El exministro
de Defensa ni siquiera se interesó directamente por el tema
cuando se entrevistó en Barcelona medio año después
con Alberto Onaindía.
Tampoco hasta hoy se incidió en las ambigüedades, las
complicidades e incluso las falsedades de José Antonio Aguirre,
a pesar de su evidencia. El lehendakari fue el primer interlocutor
de los italianos en las negociaciones, siempre permaneció informado
después de ser reemplazado por Ajuriaguerra y ocultó,
o abiertamente falseó, las negociaciones y el acuerdo final
tanto a los dirigentes republicanos, empezando por el presidente Azaña,
como a los mandos militares, comenzando por el general Gámir,
jefe de las tropas en el Norte. Cuando, en Santander, éste
descubrió espantado la traición de los gudaris, Aguirre
simuló desconocerla, insinuando que era víctima de la
insubordinación.
El presidente vasco no era partidario del acuerdo con los italianos,
de los que no se fiaba, pero da la impresión de que intentaba
utilizarlo para sacar en barcos a los gudaris hasta Francia, con la
intención de que luego regresaran a territorio republicano
por Cataluña para reconquistar Euskadi. Una verdadera locura
o una ensoñación mesiánica, pero probablemente
algo en lo que confiaba sinceramente Aguirre, que presumía
de su carisma ante los gudaris y tenía una espina con Navarra,
por donde pensaba penetrar en el regreso a Euskadi, vengando así
la invasión de las tropas de Mola al inicio de la guerra.
Si el de Santoña se convirtió finalmente también
en el pacto del silencio fue porque a ninguno de sus protagonistas
les interesaba removerlo. A los nacionalistas vascos por su traición
a la República. A los italianos porque acabaron humillados
por Franco y desairados ante los vascos. A los republicanos porque
aquel episodio demostraba la división en sus filas, su conocimiento
desmoralizaría a las tropas que aún mantendrían
la lucha casi dos años y porque además les interesaba
mantener su alianza con el PNV, el único partido conservador
y católico en el gobierno de Valencia, desprestigiado ante
las democracias europeas por los excesos en la zona roja.
Ni con la muerte de Franco y la llegada de la democracia se abrió
el baúl del misterio del pacto de Santoña. El padre
Onaindía guardó silencio durante 46 años, por
disciplina tanto a su amigo José Antonio Aguirre, fallecido
en 1960, como al PNV, que le presionó para que no hiciera público
lo que sabía y lo que guardaba. Pero, cuando leyó unas
declaraciones inexactas sobre el Pacto de Santoña de Ajuriaguerra,
que era quien le imponía absoluta discreción, decidió
que ya era el momento de hacer públicos los documentos que
guardaba con su celo y su escrupulosidad habituales. En 1983 publicó
un libro que incluía casi todas las actas de la negociación
y aclaraba la tardanza en darlas a conocer. Pasó totalmente
desapercibido.
El Pacto de Santoña seguía siendo un tema tabú,
hasta el punto de que también el padre Onaindía pareció
convertirse en un personaje invisible para la cultura oficial y la
opinión pública de Euskadi, a pesar de su calidad humana
e intelectual y su coraje.
Creo que Euskadi tiene una deuda con el padre Onaindía, que
pasa por recuperar y colocar su figura en el lugar que le corresponde.
Es cierto que fue el mediador por los nacionalistas en las largas
negociaciones de tres meses con Italia, pero creo que lo hizo sobre
todo para evitar más derramamiento de sangre y acabar con la
guerra como fuese, lo que era su prioridad desde el principio; ello
le llevó a multiplicarse en tareas humanitarias que salvaron
muchas vidas, sin importarle el bando o la ideología de las
personas por las que intercedía.
Alberto Onaindía tenía firmes convicciones nacionalistas,
pero también era un hombre de mundo, culto, políglota
y con grandes dotes para la diplomacia y las relaciones personales.
Fue uno de los pioneros en España de la democracia cristiana
y su humanismo y sus avanzadas ideas sociales aún sorprenden
hoy, pasado casi un siglo.
Destacó como escritor y periodista. Fue un hombre valiente
e insumiso, que no se doblegó frente al franquismo, frente
a la Iglesia y finalmente tampoco frente al nacionalismo vasco; esta
rectitud limitó su carrera y provocó un oscurantismo
sobre su figura que aún se mantiene.
Es el hilo conductor de mi narración, porque así lo
merece su protagonismo en los hechos y su propia biografía.
No sé si le hubiera gustado mi libro, pero seguro que reconocería
la honestidad con la que ha sido elaborado. Nunca me he guiado por
apriorismos ni por pasiones, ni mucho menos por maniqueismos.
Doy desde aquí públicamente las gracias a todas las
personas que me ayudaron, sobre todo aquí en Euskadi, donde
no encontré más que facilidades y amabilidades, tanto
en el mundo nacionalista como en el no lo es. Quiero destacar especialmente
la colaboración esencial y desinteresada de Guillermo Tabernilla
y Julen Lezámiz, de la asociación Sancho de Beurko,
que pusieron a mi disposición de forma emocionantemente generosa
todos sus amplísimos conocimientos, su importante archivo y
sus valiosos consejos. Y les pido perdón por los errores y
erratas, sobre todo a Guillermo, al que salpican los más importantes.
Ni él ni Julen conocieron personalmente a Sancho de Beurko,
como yo creí entender. Y su pueblo se llama Trapagarán
y no Txapagarán, como bien saben todos ustedes. También
lamento que algunos de los apellidos de miembros del EBB que aparecen
en un pié de foto no sean los correctos.
Espero que mi libro sirva no sólo para aclarar el oscuro final
de la guerra para los nacionalistas vascos, sino para una reflexión
sobre lo ocurrido, sus causas y su tratamiento. No soy de los que
demonizan al nacionalismo o niegan sus esencias democráticas.
Y mucho menos soy enemigo del País Vasco o sus gentes, porque
esta es una tierra a la que estoy afectivamente vinculado, donde tengo
muchos y buenos amigos y donde siempre me siento tan a gusto como
en la mía.
Ni siquiera el papel del nacionalismo vasco en la guerra civil se
puede juzgar de manera unívoca, sin emplear matices y juicios
diferentes.
Es indudable que la rendición final es un episodio nada edificante,
que demuestra que la insolidaridad y el ombliguismo son algunos de
los males del patriotismo. Pero también que el humanismo y
respeto a los derechos humanos durante la guerra del nacionalismo
vasco durante la guerra fueron excepcionales y contribuyeron salvar
muchas vidas. Quien dice que el PNV es el único partido que
no tiene las manos manchadas de sangre en aquel espantoso enfrentamiento
entre hermanos no exagera.
Con mi libro sólo he tenido un compromiso con la verdad y
lo narrado está escrupulosamente documentado.
Y si la verdad, por dura que sea, nos hace libres, confío
en que desde ahora, conociendo el pasado y asumiéndolo, lo
seamos todos un poco más.
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