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Transcripción de la conferencia del periodista Xuan Cándano
Pero es el propio Mola, el militar de mayor formación intelectual
y perfil de líder de los sublevados, quien encabeza personalmente
los repetidos intentos de llegar a un acuerdo con los nacionalistas
vascos para que se rindan y concluir así rápidamente
la guerra en el Norte. Mola no cesó en esa tarea, casi obsesiva,
ni siquiera cuando se concedió al País Vasco el estatuto
de autonomía, apareció el primer gobierno autonómico
de su historia y los gudaris comenzaron a combatir abiertamente con
la República, episodios todos ellos ligados, como analizamos
con anterioridad. Los nacionalistas vascos, tanto el PNV como el gobierno,
aunque éste siempre apareció supeditado al primero,
se limitaban a oír las propuestas y no contestar. Nunca se
cerraban las puertas de la negociación ni por unos ni por otros,
ni siquiera en las jornadas más sangrientas de la contienda,
aunque la guerra abriese cada día más el pozo del dolor
y el resentimiento.
Las primeras negociaciones serias y oficiales tuvieron lugar en septiembre
de 1936, a través del sacerdote nacionalista Alberto Onaindía,
que iniciaba así su papel mediador en la guerra, que continuaría
hasta el Pacto de Santoña. La propuesta, con garantías
forales y de participación del PNV en los futuros órganos
de gobierno, fue expuesta en Lequeitio a los dirigentes del partido,
que deliberaron durante horas una respuesta que nunca llegaría.
Las iniciativas de los franquistas para acabar con la resistencia
nacionalista a través de un acuerdo se intensificaron después
del bombardeo de Guernica el 26 de abril de 1937, aprovechando la
desmoralización que provocó la destrucción de
la villa. Fue entonces cuando también se sumaron Italia y El
Vaticano, éste último en un papel de intermediario.
El 7 de mayo Mola y Franco redactaron una oferta de rendición
de ocho puntos, pensada ante la inminente caída de Bilbao y
enviada a José Antonio Aguirre al día siguiente desde
Roma por el cardenal Pacelli, futuro papa Pío XII. El presidente
vasco alegaría mucho después que nunca recibió
aquel telegrama, interceptado por el gobierno republicano. El día
11 comenzarían las negociaciones directas entre el gobierno
italiano y los nacionalistas vascos con el primer encuentro en San
Juan de Luz del cónsul italiano en San Sebastián, Francesco
Cavalletti, y Alberto Onaindía. De estas conversaciones siempre
estaría enterado Franco a través del Vaticano. Onaindía
enviaba todos los documentos de la negociación, llevada siempre
por escrito, al nuncio del Vaticano en París , Valerio Valeri,
que la hacía llegar al general gallego, convertido ya en el
líder indiscutible de los golpistas.
Mola moriría el 3 de junio en un extraño accidente
en Briviesca, cerca de Burgos, en vísperas de la entrada de
sus tropas en Bilbao y sin que cesara nunca en sus intentos de obtener
la rendición de los nacionalistas por medio de un acuerdo negociado.
En realidad con la caída de la capital vasca y de la primera
ciudad del Norte se empezaría a ejecutar la lenta, dilatada
y negociada rendición de los gudaris al enemigo, a espaldas
del gobierno republicano. Como su propia muerte, es una incógnita
que hubiese sucedido al respecto si Mola no hubiera desaparecido en
momento tan crucial. ¿Hubiera acelerado la rendición
del nacionalismo, que no fue definitiva hasta dos meses después?.
Antes de la entrada de los franquistas en Bilbao, cuando entre los
nacionalistas había prendido ya el fatalismo y se juzgaba inútil
la resistencia, se produjo un relevo político fundamental en
las negociaciones con los italianos. Aguirre mantenía una posición
ambigua y da la impresión por lo que conocemos de que no era
partidario de la rendición a los italianos, sino de aprovechar
las negociaciones para trasladar por mar los gudaris a Francia, con
el objetivo de que cruzasen luego la frontera para seguir combatiendo
desde Cataluña y reconquistar Euskadi. El PNV en cambio, con
el joven Juan Ajuriaguerra al frente, daba ya por perdido el territorio
vasco y por tanto la guerra. Su prioridad era ya pactar una rendición
en las mejores condiciones posibles para los nacionalistas.
Aguirre y Ajuriaguerra se habían enfrentado en enero con motivo
de la matanza de las cárceles de Bilbao por parte de una multitud
sedienta de venganza a causa de un bombardeo de los nacionales. Aquella
crisis se saldó con una victoria del presidente autonómico,
que se impuso al del partido.
Ahora, en el momento crucial, Ajuriaguerra impuso su autoridad, dejando
clara una de las características básicas del modus operandi
del nacionalismo vasco: el partido manda, ocupa la cúspide
de la jerarquía y el gobierno se supedita siempre a sus criterios.
Aguirre fue apartado de las negociaciones y sustituido por Ajuriaguerra.
El padre Onaindía acogió la decisión con disciplina,
pero le dolió profundamente. Su amistad con Aguirre, al que
conocía desde que era un adolescente y un chico de Acción
Catótica, se mantendría hasta la muerte del presidente.
Aunque relegado, Aguirre seguiría siempre informado de las
negociaciones con Italia.
El primer fruto de estos contactos se dio en la rendición
de Bilbao. El 16 de junio de 1937, tres días antes de la entrada
de los nacionales, Ajuriaguerra envió un mensaje a los italianos
a través de Onaindía en el que les pedía que
fueran salvaguardia de las vidas de la población civil y prometía
que "nosotros estaremos hasta el último momento para evitar
desórdenes", algo que ya habían hecho los nacionalistas
en San Sebastián. Al final el PNV cumplió su promesa
e incluso fue un poco más allá.
A espaldas del mando republicano, el PNV había puesto en marcha
una organización secreta dentro de Euzko Gudarostea, el Ejército
nacionalista que siempre actuó con total autonomía en
el Frente Norte, por lo que en Euskadi se daba una bicefalia militar
que dificultaba tanto como el enemigo las posibilidades de victoria
en el campo de batalla. Era tan secreta esta organización que
sólo conocían su existencia un reducido núcleo
de dirigentes peneuvistas, tanto políticos como militares.
Su misión consistía en evitar episodios de violencia
y destrucción en las últimas horas del Bilbao republicano
por parte de batallones de izquierdas y anarquistas. Para esta misión
Ajuriaguerra confió en Anacleto Ortueta, un nacionalista de
la línea dura que provenía de ANV y que se había
labrado una justificada fama de implacable frente a los excesos de
los rojos, a los que detestaba. Ortueta mantenía muy buena
relación con los jefes de varios batallones nacionalistas,
sobre los que tenía cierto grado de autoridad. El propio Ajuriaguerra
lo nombró "Jefe de la Policía Interior de las milicias
vascas".
El PNV puso en práctica en Bilbao su plan y cumplió
su promesa a los italianos, aunque con el caos y la precipitación
de la huida, más el vacío de poder típico de
estos acontecimientos, el asunto se le fue de las manos. El encargado
de ejecutarlo fue el consejero de Justicia y Cultura del Gobierno
vasco, Jesús María Leizaola, el hombre fuerte de los
últimos días del Bilbao republicano al frente de la
Junta de Defensa de la que también formaban parte otros dos
consejeros, el socialista Aznar y el comunista Astigarrabia. Aguirre
y su gobierno decidieron abandonar la ciudad, como gran parte de la
población civil, el día 17.
Leizaola liberó a los presos derechistas de Bilbao y evitó
voladuras y destrucciones. Pese a la orden del ministro de Defensa,
Indalecio Prieto, de paralizar la industria de la margen izquierda
de la ría, la más importante de España y de la
zona republicana, los franquistas se encontraron las fábricas
intactas y aprovecharon su producción para sus necesidades
bélicas y económicas, porque se abastecieron de material
de guerra y de divisas en abundancia.
Los franquistas entraron en Bilbao el 19 de junio sin disparar un
solo tiro tras negociar la rendición con los batallones nacionalistas
que custodiaban la ciudad. Los gudaris entregaron las armas y desfilaron
delante de los invasores. En Baracaldo la rendición fue a los
italianos, que penetraban por la costa y dominaban los pueblos de
enfrente, en la margen derecha. El comandante del batallón
Gordexola, Luis Urkullu, negoció directamente con los militares
italianos. Tras defender con éxito Altos Hornos de Vizcaya,
que era la mayor productora de acero de España, enfrentándose
a los dinamiteros asturianos, el Gordexola rindió armas al
Ejército italiano en la plaza de los Fueros de Baracaldo.
Probablemente exagerando, los invasores presumían de haber
obtenido un botín impresionante y haber hecho 10.000 prisioneros
entre los batallones rendidos. Pero no hay dudas de que entre ellos
estaban los nacionalistas Itxasalde, Otxandiano, Alkartzeak, Kirikiño,
Malato e Irrintzi en Bilbao, además de la Ertzaña y
la Policía Motorizada. En Baracaldo, además del Gordexola
se entregaron el Martiatu y dos compañías del San Andrés.
También hubo batallones republicanos perdidos en Bilbao, pero
sus soldados fueron copados o quedaron atrapados sin lograr obedecer
la orden de retirada de su mando.
Perdido Bilbao y prácticamente el territorio vasco, excepto
una porción de la zona occidental de Vizcaya, los nacionalistas
vascos decidieron que la guerra había acabado para ellos. El
único motivo de la lucha, Euskadi y su autonomía, había
desaparecido del mapa literalmente. En Trucíos, el último
enclave vasco en la frontera con la entonces provincia de Santander,
José Antonio Aguirre se sentía ya en el exilio y redactó
su famoso manifiesto, donde prometía volver y recordaba que
los nacionalistas habían cumplido. "Hemos dejado intacto
Bilbao y sus fuentes productoras", escribió.
El PNV aparcó el romanticismo y fue a lo práctico:
pactar ya la rendición con los italianos. En Algorta, en el
palacio del rico empresario socialista Horacio Echevarrieta, convertido
en cuartel italiano, los dirigentes de las dos partes se vieron las
caras por primera vez, sin necesidad de intermediarios. Juan Ajuriaguerra
encabezó la delegación vasca y el coronel De Carlo la
italiana. Tras cuatro horas de negociación llegaron a un acuerdo
por el que los gudaris se comprometían a abandonar la lucha.
Los nacionalistas impusieron una condición para ellos básica:
la rendición debería hacerse de manera simulada, de
manera que pasara, no por una capitulación pactada, sino por
una victoria del enemigo en el campo de batalla. Para ello la propuesta
del PNV aprobada consistía en que los sublevados atacasen por
Reinosa y El Escudo de manera que el Euzko Gudarostea quedase copado.
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