EL PACTO DE SANTOÑA
D. Xuan Cándano
Periodista
Lunes, 27 de Marzo de 2006
Bilbao
Desde que era un adolescente y un joven
aspirante a periodista oí hablar a los viejos republicanos
que perdieron la guerra en el Norte del Pacto de Santoña. Cuando
se quebraba el silencio que los aprisionó 40 años, aunque
la transición impuso otro precisamente por el miedo a resucitar
las heridas de la guerra, la traición de los gudaris a la República
sonaba como una excepción en aquel clima épico y romántico
inevitable con el fin de las dictaduras.
Nunca me gustó la palabra traición porque es una de
las más militaristas del diccionario y cuando la empleamos
los civiles lo solemos hacer con ligereza, aludiendo a menudo simplemente
al que ha cambiado de opinión o de hábitos, como si
el inmovilismo fuese una virtud. Pero hay que reconocer que la palabra
traición, la más usada por los combatientes republicanos
para referirse a los gudaris que con ellos compartieron bando en la
guerra civil, corresponde exactamente a la primera definición
que otorga al término la Real Academia Española: Delito
que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar
o tener.
Los gudaris, los soldados del ejército vasco nacionalista,
habían abandonado el bando gubernamental en el que habían
combatido y se habían rendido a los italianos en Santoña.
No tenía dudas sobre la palabra de aquellos hombres burlados,
pero más tarde comprobé estas versiones orales, que
podrían ser apasionadas, en alusiones en libros de historia.
Digo con propiedad alusiones, porque hasta ahora, con excepción
del libro del padre Alberto Onaindía, que saca a la luz los
documentos de la negociación entre fascistas italianos y nacionalistas
vascos, no había aparecido una monografía sobre el Pacto
de Santoña. La busqué durante mucho tiempo, al igual
que documentos o testimonios que aludiesen a un episodio tan oscuro
como importante en la historia contemporánea española
y decisivo en la del País Vasco. Nunca me expliqué como
era posible que la rendición de Santoña, que condenó
al Norte Republicano a la derrota y decidió la victoria de
los sublevados en la guerra civil, según el propio Francisco
Franco, se hubiese convertido en un suceso casi marginal y sin interés
para la investigación, tanto para historiadores como para escritores
o periodistas.
Cansado de buscar, decidí dedicarme yo mismo a ello. Este
libro que hoy presentamos aquí, que es el primero que escribo,
es producto de esa perplejidad. Escribí el libro que no era
capaz de encontrar para leer y saciar mi curiosidad.
El Pacto de Santoña fue la consecuencia lógica de la
posición del PNV en la guerra civil española y la crónica
de un final anunciado. Las dudas y la división interna ante
el Alzamiento caracterizaron su posición ante el golpe de Estado
de los militares africanistas. Si se acabó enrolando en el
bando republicano fue más por obligación, al ver invadido
su territorio por los golpistas, que por convicción democrática.
El Euzko Gudarostea, el ejército nacionalista vasco, se presentó
en el santuario de Loyola cuando se iniciaba el mes de agosto de 1937,
pero, con excepción de algunos episodios aislados, no entró
abiertamente en combate hasta octubre, cuando unas menguadas cortes
republicanas aprobaron el ansiado estatuto de autonomía. En
Irún, donde se desarrolló la primera gran batalla de
la guerra en el Norte, los nacionalistas no combatieron y la defensa
de esta estratégica ciudad fronteriza, frente a los nacionales
llegados de Navarra, corrió a cargo de milicianos republicanos,
sobre todo comunistas y anarquistas. Muchos habían llegado
de Galicia o Asturias y de países extranjeros como Francia,
Italia, Bélgica y Polonia.
Mientras no hubo autonomía los nacionalistas no se enfrentaron
a los invasores franquistas, que habían triunfado en Alava
y Navarra, en esta última provincia de manera arrolladora y
a la postre decisiva para la victoria final de los sublevados. Su
tarea fundamental consistió en garantizar el orden público,
controlar y evitar matanzas y excesos de izquierdistas y anarquistas
y vigilar las iglesias. Su combatividad llegó cuando tuvieron
una causa por la que luchar, Euzkadi. Y lo hicieron con valentía
y con heroísmo en ocasiones hasta la pérdida de su territorio.
Cuando cayó Vizcaya la lucha dejó de tener sentido para
los gudaris. Como había predecido Manuel Azaña, tomada
su tierra por el enemigo y expulsados de su patria, los nacionalistas
fueron fieles a la tradición del árbol de Malato, que
marca el límite de Euzkadi hasta el que el gudari tiene la
obligación de luchar.
Aquel pesimismo lúcido del presidente de la II República
aún conmueve hoy por su clarividencia y su exactitud. Estas
palabras las pronunció en marzo de 1937:
"Madrid no se defendió en el campo, y empezó a
defenderse cuando el enemigo entró en los arrabales. En Bilbao
será al revés. Cuando esté vencida la defensa
en el campo, la villa no resistirá. Y temo aún otra
cosa: caído Bilbao es verosímil que los nacionalistas
arrojen las armas, cuando no se pasen al enemigo. Los nacionalistas
no se baten por la causa de la República ni por la causa de
España, a la que aborrecen, sino por su autonomía y
semiindependencia. Con esta moral es de pensar que, al caer Bilbao,
perdido el territorio y desvanecido el gobierno autónomo, los
combatientes crean o digan que su misión y sus motivos de guerra
han terminado. Conclusión a la que la desmoralización
de la derrota prestará un poder de contagio muy temible. Y
los trabajos que no dejará de hacer el enemigo. Y la resistencia,
cuando no sea oposición, a que el caserío, las fábricas
y otros bienes de Bilbao y su zona padezcan o sean destruidos".
Las negociaciones del PNV con el enemigo del bando nacional comenzaron
casi con la guerra. Muchas venían avaladas por los franquistas
que tenía en sus filas, partidarios del triunfo de la rebelión
frente al pánico que les provocaban marxistas y anarquistas.
En Navarra y Alava las organizaciones del PNV se inhibieron ante el
Alzamiento y muchos militantes siguieron a los golpistas, aunque también
hubo episodios de represión y asesinatos, como el del alcalde
de Estella, Fortunato Aguirre, que pagó con la vida su posición
firme ante Mola y sus seguidores cuando fueron sorprendidos preparando
el golpe de Estado.
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