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AULA DE CULTURA VIRTUAL

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Transcipción de la conferencia del Dr. D. Miguel Lorente Acosta, Médico Forense

Con todo lo hasta aquí comentado, ya tenemos un ramillete de diferencias entre cualquier tipo de violencia y la que sufre la mujer, pero déjenme que les hable de una última característica definitoria de esta última: la agresión a los hijos. Efectivamente, este tipo de ataques acaban repercutiendo no sólo en el "foco" del conflicto, la mujer, sino también en los hijos de la pareja. Ellos siempre sufren las lesiones psicológicas propias de cualquier niño que vive en el seno de una relación violenta, si bien, en ciertas ocasiones, también son objeto de agresiones que acaban en homicidio. De lo que se trata, en definitiva, es de lesionar a la mujer a través del daño infligido a los hijos; por eso sabemos de múltiples casos como el de aquel hombre que mató a la hija de su compañera, a una niña que ni siquiera era su hija biológica.

Por supuesto que esta agresión indirecta a la mujer se puede hacer extensible a otras personas cercanas a ella que estén tratando de ayudarla, e incluso el propio papel del agresor puede extenderse a familiares o amigos del hombre que se toman la molestia de colaborar tanto en el ejercicio de una presión psicológica sobre la víctima como en la resolución violenta del conflicto. Pero nada tan malo como que los propios hijos reproduzcan la violencia que han vivido en su entorno, algo que desgraciadamente ocurre y de lo que les hablaré más adelante.

¿A qué responde la existencia de este tipo de violencia? Sin duda, a cuestiones socioculturales muy arraigadas durante mucho tiempo. Erróneamente, siempre ha parecido que el hombre tiene cierto derecho a llevar a cabo este tipo de conductas mientras se produzcan en el ámbito privado, en el seno familiar. Por mucho que la conducta agresiva se desate en lugares públicos, todo se reduce a un coto privado en el que se cree con autoridad suficiente para intervenir. El origen de cada maltrato siempre será esa potestad otorgada sin razón alguna que le permite establecer lo que está bien y lo que está mal, y qué mecanismos debe utilizar para corregir la conducta de su mujer y aleccionarla.

Ciertamente, es una situación preocupante, y no sólo por el significado de la situación en sí, sino también porque todo lo que conocemos nosotros solamente supone el 10% de los casos reales que se están produciendo. Estamos ante lo que se denomina un fenómeno iceberg; vemos la punta, pero todavía no conocemos cuál es la masa, qué hay debajo de ese mar de prejuicios sociales que ocultan la clave para entender la realidad. Por eso no podemos hablar ni de perfiles de agresores ni de perfiles de víctimas. Los únicos perfiles establecidos se basan en ese 10% denunciado de los casos, luego tratar de extrapolar ese porcentaje al total de la población nos lleva a error. Hablar de que los agresores siempre son alcohólicos, hombres con un nivel cultural bajo o en paro, por ejemplo, es realizar una generalización nada beneficiosa. Esos casos simplemente son los que cuentan con más denuncias, lo que no significa que sean los únicos bajo los que se produce la agresión.

Para entender esta situación, hay que ubicar el problema, como ya he dicho, en el contexto sociocultural. Porque el contexto individual, cada pareja, cada agresión, no está flotando en el aire, sino que depende de unas normas socioculturales, patriarcales y, en el fondo, machistas, que hacen que el hombre y la mujer tengan papeles diferentes en la sociedad. Se nace hombre o mujer, pero no masculino o femenino. El género es una construcción social; nosotros decidimos lo que es ser femenino y lo que es ser masculino, y lo que está claro es que esa distribución de papeles es del todo desigual. Al hombre siempre se le da la posibilidad de ocupar el peldaño superior y a la mujer se le relega a planos inferiores, y dicha desigualdad es la que conduce a esa potestad del hombre para llevar a cabo el control sobre la mujer de diferentes formas; entre ellas, la violencia. Y cuando el hombre recurra a ésta, la sociedad reaccionará justificando o minimizando los hechos, e incluso culpabilizando o responsabilizando a la mujer de la actuación desmedida del hombre. De ahí la vergüenza que sufren las mujeres cuando son víctimas de la agresión y de ahí que se sientan culpables, que piensen que hay algo que no han hecho bien.

Hay actuaciones sutiles que forman parte del contexto sociocultural al que me estoy refiriendo y que en cierta manera no son de gran ayuda a la hora de superar estas situaciones. Como las frases que reproducimos cuando queremos dar un buen consejo o proteger de algo a las mujeres que nos rodean, sin caer en la cuenta de que forman parte de ese entramado del que deriva la violencia contra ellas. Son esas expresiones de «oye, no vayas a esos sitios, que no son para mujeres» o «vuelve pronto, que no son horas de que una chica ande sola por ahí» que un padre, otro familiar o un amigo dice a una mujer. Con ellas, contribuimos a fijar distingos e insinuamos que si la mujer traspasa ese límite de hora o de lugar, en parte será responsable de las consecuencias que conlleve sobrepasar el límite. Y lo mismo ocurre con otra serie de sutilezas tan ilustrativas como esa señal de tráfico estadounidense que vi yo en una foto, en la que aparece una niña cogida de la mano por un hombre que parece decirle: «tú tienes que cruzar cuando yo lo estime oportuno».

Todo este protagonismo que se le da al hombre crea una serie de mitos tales como el de que la mujer es masoquista y, por tanto, le gusta que de vez en cuando la calienten para estar a tono, o como el de que ella es siempre la provocadora del conflicto, con el objeto de ser la única sufridora y poder obtener una separación beneficiosa que le permita quedarse con la casa o con los hijos. Estos mitos esconden la realidad de la agresión incluso a la propia víctima. No hay que olvidar que, al fin y al cabo, la mujer también participa de la sociedad que la infravalora. Entonces es cuando cree toda una serie de principios construidos por el sexo opuesto y dice aquello de «mi marido me pega lo normal». Un concepto, éste de normal, que por supuesto no parte de la mujer, sino del contexto sociocultural del que participa, formado por bases establecidas y transmitidas por el hombre. La mujer tan sólo las interioriza y las hace suyas, hasta el punto de caer en la paradoja de rechazar la violencia y al mismo tiempo justificarla siempre que entre dentro de lo "normal", aunque lleve años sufriendo continuas vejaciones. Eso es lo que le han enseñado a pensar, incluida su propia madre cuando le cuenta que su marido le pega y ella responde: «aguanta. Ya verás cómo se le pasa. Son cosas de hombres. Tu padre también me pegaba y he sido muy feliz». Así, no es de extrañar que vea con normalidad una conducta violenta, y ni se le ocurre concluir que del bofetón "normal" se pasa al empujón y, a lo largo del tiempo, a la paliza. Hasta hace bien poco, la sociedad no lo rechazaba -y todavía no lo rechaza en su totalidad-; entonces, ¿por qué lo iba a hacer la mujer?

Además, para el hombre la agresión no es gratuita. Está claro que en realidad sobra, pero éste le busca la justificación. Siempre hay un mensaje tras la agresión física o psicológica, y no es otro que el de «esto no ocurriría si me hicieras caso, si siguieras mis reglas». Entonces, la mujer empieza a pensar que el marido tiene parte de razón, y de ahí a reproducir sus argumentos sólo hay un paso. Ante eso, su única "solución" reside en seleccionar los mensajes que le llegan. Como mecanismo de defensa, acaba olvidando lo negativo y se queda con lo positivo, fenómeno que recibe el nombre de disonancia cognitiva de la realidad. Gracias a esta autoprotección, la mujer vive anclada a un pasado lleno de momentos felices y agradables, en los que su marido era buen esposo y buen padre. Esa "ceguera" provoca que vaya cayendo en un pozo del que cada vez le es más difícil salir; así que si no rompemos ese ciclo, si no le hacemos ver que nunca hay normalidad en la violencia, jamás contará con la capacidad crítica suficiente para enfrentarse a ella.

 

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