Con todo lo hasta aquí comentado,
ya tenemos un ramillete de diferencias entre cualquier tipo de
violencia y la que sufre la mujer, pero déjenme que les
hable de una última característica definitoria
de esta última: la agresión a los hijos. Efectivamente,
este tipo de ataques acaban repercutiendo no sólo en el
"foco" del conflicto, la mujer, sino también
en los hijos de la pareja. Ellos siempre sufren las lesiones
psicológicas propias de cualquier niño que vive
en el seno de una relación violenta, si bien, en ciertas
ocasiones, también son objeto de agresiones que acaban
en homicidio. De lo que se trata, en definitiva, es de lesionar
a la mujer a través del daño infligido a los hijos;
por eso sabemos de múltiples casos como el de aquel hombre
que mató a la hija de su compañera, a una niña
que ni siquiera era su hija biológica.
Por supuesto que esta agresión
indirecta a la mujer se puede hacer extensible a otras personas
cercanas a ella que estén tratando de ayudarla, e incluso
el propio papel del agresor puede extenderse a familiares o amigos
del hombre que se toman la molestia de colaborar tanto en el
ejercicio de una presión psicológica sobre la víctima
como en la resolución violenta del conflicto. Pero nada
tan malo como que los propios hijos reproduzcan la violencia
que han vivido en su entorno, algo que desgraciadamente ocurre
y de lo que les hablaré más adelante.
¿A qué responde la existencia
de este tipo de violencia? Sin duda, a cuestiones socioculturales
muy arraigadas durante mucho tiempo. Erróneamente, siempre
ha parecido que el hombre tiene cierto derecho a llevar a cabo
este tipo de conductas mientras se produzcan en el ámbito
privado, en el seno familiar. Por mucho que la conducta agresiva
se desate en lugares públicos, todo se reduce a un coto
privado en el que se cree con autoridad suficiente para intervenir.
El origen de cada maltrato siempre será esa potestad otorgada
sin razón alguna que le permite establecer lo que está
bien y lo que está mal, y qué mecanismos debe utilizar
para corregir la conducta de su mujer y aleccionarla.
Ciertamente, es una situación
preocupante, y no sólo por el significado de la situación
en sí, sino también porque todo lo que conocemos
nosotros solamente supone el 10% de los casos reales que se están
produciendo. Estamos ante lo que se denomina un fenómeno
iceberg; vemos la punta, pero todavía no conocemos cuál
es la masa, qué hay debajo de ese mar de prejuicios sociales
que ocultan la clave para entender la realidad. Por eso no podemos
hablar ni de perfiles de agresores ni de perfiles de víctimas.
Los únicos perfiles establecidos se basan en ese 10% denunciado
de los casos, luego tratar de extrapolar ese porcentaje al total
de la población nos lleva a error. Hablar de que los agresores
siempre son alcohólicos, hombres con un nivel cultural
bajo o en paro, por ejemplo, es realizar una generalización
nada beneficiosa. Esos casos simplemente son los que cuentan
con más denuncias, lo que no significa que sean los únicos
bajo los que se produce la agresión.
Para entender esta situación,
hay que ubicar el problema, como ya he dicho, en el contexto
sociocultural. Porque el contexto individual, cada pareja, cada
agresión, no está flotando en el aire, sino que
depende de unas normas socioculturales, patriarcales y, en el
fondo, machistas, que hacen que el hombre y la mujer tengan papeles
diferentes en la sociedad. Se nace hombre o mujer, pero no masculino
o femenino. El género es una construcción social;
nosotros decidimos lo que es ser femenino y lo que es ser masculino,
y lo que está claro es que esa distribución de
papeles es del todo desigual. Al hombre siempre se le da la posibilidad
de ocupar el peldaño superior y a la mujer se le relega
a planos inferiores, y dicha desigualdad es la que conduce a
esa potestad del hombre para llevar a cabo el control sobre la
mujer de diferentes formas; entre ellas, la violencia. Y cuando
el hombre recurra a ésta, la sociedad reaccionará
justificando o minimizando los hechos, e incluso culpabilizando
o responsabilizando a la mujer de la actuación desmedida
del hombre. De ahí la vergüenza que sufren las mujeres
cuando son víctimas de la agresión y de ahí
que se sientan culpables, que piensen que hay algo que no han
hecho bien.
Hay actuaciones sutiles que forman
parte del contexto sociocultural al que me estoy refiriendo y
que en cierta manera no son de gran ayuda a la hora de superar
estas situaciones. Como las frases que reproducimos cuando queremos
dar un buen consejo o proteger de algo a las mujeres que nos
rodean, sin caer en la cuenta de que forman parte de ese entramado
del que deriva la violencia contra ellas. Son esas expresiones
de «oye, no vayas a esos sitios, que no son para mujeres»
o «vuelve pronto, que no son horas de que una chica ande
sola por ahí» que un padre, otro familiar o un amigo
dice a una mujer. Con ellas, contribuimos a fijar distingos e
insinuamos que si la mujer traspasa ese límite de hora
o de lugar, en parte será responsable de las consecuencias
que conlleve sobrepasar el límite. Y lo mismo ocurre con
otra serie de sutilezas tan ilustrativas como esa señal
de tráfico estadounidense que vi yo en una foto, en la
que aparece una niña cogida de la mano por un hombre que
parece decirle: «tú tienes que cruzar cuando yo
lo estime oportuno».
Todo este protagonismo que se le da
al hombre crea una serie de mitos tales como el de que la mujer
es masoquista y, por tanto, le gusta que de vez en cuando la
calienten para estar a tono, o como el de que ella es siempre
la provocadora del conflicto, con el objeto de ser la única
sufridora y poder obtener una separación beneficiosa que
le permita quedarse con la casa o con los hijos. Estos mitos
esconden la realidad de la agresión incluso a la propia
víctima. No hay que olvidar que, al fin y al cabo, la
mujer también participa de la sociedad que la infravalora.
Entonces es cuando cree toda una serie de principios construidos
por el sexo opuesto y dice aquello de «mi marido me pega
lo normal». Un concepto, éste de normal, que por
supuesto no parte de la mujer, sino del contexto sociocultural
del que participa, formado por bases establecidas y transmitidas
por el hombre. La mujer tan sólo las interioriza y las
hace suyas, hasta el punto de caer en la paradoja de rechazar
la violencia y al mismo tiempo justificarla siempre que entre
dentro de lo "normal", aunque lleve años sufriendo
continuas vejaciones. Eso es lo que le han enseñado a
pensar, incluida su propia madre cuando le cuenta que su marido
le pega y ella responde: «aguanta. Ya verás cómo
se le pasa. Son cosas de hombres. Tu padre también me
pegaba y he sido muy feliz». Así, no es de extrañar
que vea con normalidad una conducta violenta, y ni se le ocurre
concluir que del bofetón "normal" se pasa al
empujón y, a lo largo del tiempo, a la paliza. Hasta hace
bien poco, la sociedad no lo rechazaba -y todavía no lo
rechaza en su totalidad-; entonces, ¿por qué lo
iba a hacer la mujer?
Además, para el hombre la agresión
no es gratuita. Está claro que en realidad sobra, pero
éste le busca la justificación. Siempre hay un
mensaje tras la agresión física o psicológica,
y no es otro que el de «esto no ocurriría si me
hicieras caso, si siguieras mis reglas». Entonces, la mujer
empieza a pensar que el marido tiene parte de razón, y
de ahí a reproducir sus argumentos sólo hay un
paso. Ante eso, su única "solución" reside
en seleccionar los mensajes que le llegan. Como mecanismo de
defensa, acaba olvidando lo negativo y se queda con lo positivo,
fenómeno que recibe el nombre de disonancia cognitiva
de la realidad. Gracias a esta autoprotección, la mujer
vive anclada a un pasado lleno de momentos felices y agradables,
en los que su marido era buen esposo y buen padre. Esa "ceguera"
provoca que vaya cayendo en un pozo del que cada vez le es más
difícil salir; así que si no rompemos ese ciclo,
si no le hacemos ver que nunca hay normalidad en la violencia,
jamás contará con la capacidad crítica suficiente
para enfrentarse a ella.
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