Y para que puedan comprobar que, efectivamente,
estamos ante un tipo de violencia muy singular les hablaré
de los dos componentes principales de la conducta humana y de
cómo varían en relación con el tema que
nos ocupa. Estos dos son: el componente instrumental, que nos
da las motivaciones y los objetivos, es decir, el por qué
y el para qué, y el componente emocional, el que empleamos
para desarrollar nuestra conducta. Cuando analizamos el primero
de ellos, las causas que conducen al hombre a llevar a cabo la
agresión y los objetivos que pretende alcanzar con ésta,
comprobamos que se aparta por completo de esa violencia generalizada
e interpersonal que se empeñan en igualar con la violencia
que sufre la mujer. En este caso, la violencia es injustificada;
es decir, no hay una relación directa entre el factor
que precipita la agresión y el resultado de la misma.
Con ello no quiero decir que el resto de las veces la violencia
sea necesaria, ¡ni mucho menos!, pero sí que hay
conflictos cuya consecuencia será, indefectiblemente,
una reacción violenta con una intensidad determinada;
conflictos tras los que la violencia parece una respuesta "natural".
Éste no es, desde luego, el caso de cualquier tipo de
agresión a la mujer, porque ¿qué es lo que
mueve al hombre a dar una paliza, un golpe, una puñalada
o un tiro a su compañera? Como digo, esa motivación
es injustificada, y tenemos múltiples casos que lo verifican:
el tejano que mata a su compañera porque no le espera
para cenar, el marido que apuñaló a su mujer porque
no había pagado el alquiler del piso, etc. El factor que
precipita el conflicto siempre suele terminar en una agresión
irracional, sin motivo y muy violenta.
Además, otra característica
muy típica de este tipo de violencia es que suele darse
en lugares públicos. Nada que ver con el resto de la violencia
interpersonal, en la que la conducta del agresor suele ser el
buscar la nocturnidad, parajes solitarios, lugares donde no pueda
ser visto por nadie, etc. Aquí, el hombre no se oculta
cuando lleva a cabo la agresión, e incluso lo hace con
premeditación y alevosía: a plena luz del día
o presentándose a la autoridad voluntariamente tras cometer
el crimen. En ningún caso se va al Brasil, o a la montaña,
o trata de negar los hechos, cosa que pone en evidencia un detalle
que más tarde comentaré: la creencia por parte
del agresor de que posee el derecho a corregir la conducta de
su víctima. Asume las consecuencias del acto delictivo,
y en muchos casos se acaba produciendo una reacción encadenada
de homicidio-suicidio: el hombre mata a la mujer y después
se mata a sí mismo. Es decir, está dispuesto a
quitarse la vida con tal de que la mujer no imponga su criterio
en la relación; una situación ni mucho menos infrecuente,
ya que se produce en el 94% de los casos.
Por otra parte, la violencia que sufre
la mujer se caracteriza por ser excesiva. Aunque no justifico
la violencia de ningún tipo, como ya he dicho, lo cierto
es que el hombre tiene mayor fuerza física que la mujer.
Cuando hay una discusión, un problema, en lugar de acabarlo
con un puñetazo, con un golpe, con un empujón,
con una patada, como parece ser que tiene derecho a hacer, va
más allá y propina una paliza que traumatiza a
la mujer más allá de lo teóricamente esperado.
En esos casos, el hombre suele recurrir a objetos contundentes
o punzantes que tiene al alcance de la mano para lesionar aún
más a su compañera. Si no para causarle daños
irreparables como consecuencia directa de la agresión,
sí para que sufra lo máximo posible y dicho daño
sin remedio llegue a producirse, como el caso de una mujer que
perdió el ojo porque su marido le clavó un destornillador
y no la llevó a urgencias. No es que perdiera el ojo por
culpa de la magnitud de la agresión, sino porque permaneció
24 horas en su casa sin recibir asistencia y los derrames en
el interior de su ojo fueron impresionantes. Esto, por supuesto,
no tiene justificación alguna. Y menos explicación
tiene, bajo la perspectiva de lo que entendemos por violencia
interpersonal, que el hombre pretenda, y en ocasiones consiga,
la muerte de la mujer por medio de elementos que están
al alcance de cualquiera, que no son instrumentos diseñados
para lesionar o matar, sino objetos que están en todas
nuestras casas.
No obstante, aunque parezca paradójico
-entramos, así, en el asunto que he mencionado líneas
más arriba-, el hombre no pretende producir un daño;
lo que pretende es aleccionar a la mujer, que ésta aprenda
qué es lo que le puede pasar si no sigue los patrones
de conducta que él establece para esa relación.
Por lo tanto, cuando el hombre percibe que la mujer no está
llevando el papel de madre, esposa y ama de casa que él
considera que debe llevar es cuando recurre a la violencia -y
mucho ojo con esto, porque dicha percepción depende únicamente
del hombre; no es una conducta errónea de la mujer-. Por
eso la utiliza bajo cualquier excusa y en exceso, porque pretende
que la mujer aprenda que tras un incumplimiento de las normas
siempre habrá un grito, aunque lo que luego se produzca
sea una nueva agresión en toda regla. De hecho, en ocasiones,
no sólo hay fuertes palizas, sino que incluso las cosas
se extralimitan y se llegan a usar elementos como las motosierras
para infundir pavor. Todo con tal de intimidarla; porque el hombre
no mata a la mujer, sino que trata de aterrorizarla. El terror
se convierte en un instrumento de presión muy útil
para él, para el agresor.
Otro medio de intimidación muy característico es
el de la utilización del fuego para lesionar a la víctima,
por lo que este elemento se convierte en un arma más.
Y aun siendo un medio de violencia realmente infrecuente, lo
cierto es que en el 98% de los casos se da en agresiones a la
mujer. En estos casos, el objetivo no es sólo lesionarla
y aleccionarla, sino también marcarla. Esto es lo que
ocurre en Bangladesh cuando utilizan el ácido en lugar
del fuego. De esta manera, si la mujer sobrevive a la agresión,
todo el mundo sabrá que no ha cumplido con su papel de
mujer dentro de la relación de pareja.
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