Pues bien, estos textos, que eran códices,
manuscritos, se restauraron, estudiaron y tradujeron para deleite
de quien aquí les habla. Los primeros que se tradujeron
fueron los tres evangelios antes citados, que cayeron en mis
manos, como decía, aproximadamente en 1970, en una noche
tormentosa vivida en Soria y ocupada por la lectura más
dramática, más intensa y decisiva de mi vida, fruto
de una traducción al italiano. Hoy día, están
publicados por todas partes no sólo esos textos, sino
también muchos más que se han ido añadiendo,
pero, cuando tuve la oportunidad de leerlos, estuve ocho horas
con ellos. Y no porque fueran especialmente largos, pues apenas
sumaban 100 páginas entre los tres, sino porque eran de
una sorprendente densidad filosófica.
Entonces fue cuando me di cuenta de
que había un Jesús diferente al Jesús que
contaba la Historia Sagrada en las aulas infantiles. Y aquello
me llamó tan poderosamente la atención que empecé
a buscar su secreto, no ya por Él, sino por mí
mismo, por el nosce te ipsum. Jesús, para una persona
que ha nacido en España, en el siglo XX o en el XVIII,
da igual, está en el centro de nuestro corazón,
de nuestra cultura, seamos o no creyentes, así como del
mundo occidental y de la historia universal, porque ésta
es, en gran parte, el despliegue de las ideas del judeocristianismo.
Y esto es válido no sólo para Occidente, sino también
para Oriente, en la medida en que Occidente ha penetrado, desde
el punto de vista económico, político, cultural
y militar, en la historia del mundo oriental. Así que
perseguir a Jesús era echar cuentas conmigo mismo, con
mi país, con mi gente, con mi familia, con mis amigos,
con los escritores que yo leía y, en definitiva, con todo
lo que había sucedido en el mundo prácticamente
durante los últimos 2000 años. Ni corto ni perezoso,
me puse en marcha, y entonces fue cuando me sucedieron una serie
de cosas un tanto peculiares; de hecho, este libro surge de una
de mis tentativas por salvar mi imagen, ya que, en esta búsqueda
de Jesús, sobre todo en los años 80, sufrí
una poderosa crisis existencial que casi se convierte en una
crisis esencial. Estuvo unida a problemas de salud, físicos,
corporales, a la separación de mi mujer, con todo lo que
conlleva una ruptura matrimonial, sobre todo si hay hijos de
por medio, y, en fin, a muchas más cosas que no voy a
contar. El caso es que yo, en aquel momento, me acerqué
bastante, en ese itinerario de persecución de Jesús,
a las posturas tradicionales de la Iglesia; me aferré
al Jesús salvador, redentor, como el náufrago que
se agarra a un salvavidas encontrado en el proceloso océano.
Ello me llevó a incurrir en una serie de manifestaciones
públicas que trasladaron a muchas de las personas que
me oían en televisión o leían mis escritos
la convicción de que yo era profundamente cristiano y
de que me había convertido al cristianismo, cosas, ambas,
totalmente falsas. En primer lugar, yo no soy cristiano creyente;
me siento más cerca del budismo o del taoísmo que
del cristianismo. Y, en segundo lugar, nunca podría ser
converso a nada; a mí, las conversiones me parecen fruto
de la histeria. Lo que sí soy es un hombre de evoluciones,
que, según mi parecer, es lo específicamente humano.
Sin embargo, las cosas llegaron hasta
el extremo de lo grotesco, risible, cómico, cuando incurrí
en lo que yo considero que es el acto más heroico, más
valeroso, de mi vida. Fue en un programa de Jesús Quintero
que se llamaba Qué sabe nadie. A lo largo de una
discusión de alto nivel, todo hay que decirlo, con un
adversario al que respeto mucho, Puente Ojea, el ateo oficial
de las Españas, antiguo embajador de España en
el Vaticano y expulsado de la diplomacia de la Santa Sede, en
un momento dado, llegué a hacer algo que probablemente
nadie ha hecho en un programa de televisión: mirando a
cámara, recé un padre nuestro. La verdad es que
fue consecuencia de una hábil estratagema de Jesús
Quintero, y digo que resultó heroico porque, tanto si
uno es creyente como si no, en la frialdad de un estudio de televisión,
mirar al ojo de pez de una cámara y orar es muy difícil.
Ahora bien, tuvo un impacto formidable; de todo lo que he hecho
en la vida, seguramente lo más impactante. Cuando iba
por la calle al día siguiente, había señoras
que se me acercaban y me besaban la mano como si yo fuera un
obispo, e incluso personas que me contaban que aquel día
se habían arrodillado delante de la televisión,
como si aquello fuera un tabernáculo -¡vamos, que
no me metieron bajo palio en la catedral de milagro!-. Claro
que la cosa no tiene nada de particular si tenemos en cuenta
que la antigua Trinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo
ha sido sustituida, en los tiempos actuales, por otra de bastante
menos nivel: televisor, ordenador y balón.
En realidad, todo esto no era más
que una premonición de lo que estaba empezando a suceder,
aunque ni yo mismo imaginaba que, después de aquello,
iba a ocurrirme una anécdota aún más increíble,
si cabe, que cuento al comienzo del libro. Me encontraba en la
sala de maquillaje de Televisión Española, en el
Pirulí, cuando se me acercó Paloma Gómez
Borrero, que es algo así como la ministra portavoz de
Wojtyla, y me dijo: «Fernando, tu vídeo con Puente
Ojea se pasa todas las semanas en el Vaticano. Los obispos lo
ven, lo comentan y lo discuten, y el Papa, poniéndome
una mano en el hombro, me ha dicho: "Ya sé que en
España hay un señor que se dedica a predicar el
cristianismo como nosotros tendríamos que predicarlo"».
Imagináos mi espanto ¡Y yo con estos pelos! Yo,
con mi torpe aliño indumentario y nada menos que todo
un Papa de Roma diciendo esto. El caso es que, fuere como fuere,
estas anécdotas me sirvieron de excusa para escribir este
libro, nacido, como ya he comentado, de la tentativa de explicarles
a todas esas personas que me han confundido con una especie de
obispo que yo no recé; cité una oración
arquetípica que puede servir para cualquier cultura. Si
ahora recito un poema de Lao Tsé, pongamos por caso, eso
no significa que sea taoísta; simplemente, soy un señor
que está recitando un poema de un autor que sí
lo es.
Anécdotas aparte, el caso es
que aquí tenemos el libro, que consta de tres cartas:
dos muy breves y una extensísima, quizá la carta
más larga de toda la historia universal, porque tiene
300 páginas. La primera de ellas es la que dirijo al lector
explicándole por qué escribo este libro, es decir,
relatándole, más o menos, las cosas que os acabo
de contar ahora. La segunda se la dirijo al Papa, con un gran
respeto, por supuesto, para darle, también, unas cuantas
explicaciones. Y la tercera es aquélla en la que ya recurro
a la ficción literaria. En esta última, finjo ser
el amanuense, el calígrafo, el copista, el escriba de
Jesús, quien, desde el más allá, me dicta
lo que aparece escrito en el libro. Además, hay un apéndice
en el que recojo algunos de mis textos narrativos anteriores;
sin embargo, lo que realmente define al texto es esa tercera
carta de Jesús al Papa (por eso es la elegida como título).
En ella, hay tres temas, no sucesivos pero sí cruzados,
y dos de ellos son abiertamente discutibles. En primer lugar,
el propio Jesús nos cuenta sus 30 años de vida
oculta, sobre los que no sabemos absolutamente nada. De hecho,
no me he podido apoyar en ningún texto porque casi no
existen; las referencias históricas a Jesús son
prácticamente nulas. Sí hay referencias a los cristianos
en Plinio, en Suetonio, etc., por tanto, nadie duda de su existencia;
con respecto a Jesús, en cambio, tan sólo tenemos
una alusión 50 años posterior a los hechos en Tácito
y ni siquiera contamos con la que venía a ser la única
fuente histórico-biográfica: La historia de
los Judíos, de Flavio Josefo, ya que se ha demostrado
(la propia Iglesia, o, por lo menos, parte de ella, lo reconoce)
que el fragmento que hacía referencia a Él (por
cierto, insignificante; 8 ó 10 líneas que hablaban
de un predicador del siglo I que fue crucificado) se añadió
aproximadamente 100 años más tarde (desde luego,
no resistió el análisis histórico; el estilo
es diferente y, si se suprime el párrafo, la secuencia
historiográfica permanece). Además, tenemos el
testimonio de Orígenes, quien, en el siglo III, habla
de esta historia y dice que no se menciona a Jesús
en ella. Fue Eusebio, obispo de Cesarea en el siglo IV e historiador
oficial de la Iglesia, quien se reinventó el asunto. Del
personaje histórico, de Jesús de Galilea, hay cuatro
alusiones en el Talmud; ni Filón ni ningún
otro historiador judío de la época le mencionan.
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