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AULA DE CULTURA VIRTUAL

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Transcipción de la conferencia de Fernando Sánchez Dragó

Pues bien, estos textos, que eran códices, manuscritos, se restauraron, estudiaron y tradujeron para deleite de quien aquí les habla. Los primeros que se tradujeron fueron los tres evangelios antes citados, que cayeron en mis manos, como decía, aproximadamente en 1970, en una noche tormentosa vivida en Soria y ocupada por la lectura más dramática, más intensa y decisiva de mi vida, fruto de una traducción al italiano. Hoy día, están publicados por todas partes no sólo esos textos, sino también muchos más que se han ido añadiendo, pero, cuando tuve la oportunidad de leerlos, estuve ocho horas con ellos. Y no porque fueran especialmente largos, pues apenas sumaban 100 páginas entre los tres, sino porque eran de una sorprendente densidad filosófica.

Entonces fue cuando me di cuenta de que había un Jesús diferente al Jesús que contaba la Historia Sagrada en las aulas infantiles. Y aquello me llamó tan poderosamente la atención que empecé a buscar su secreto, no ya por Él, sino por mí mismo, por el nosce te ipsum. Jesús, para una persona que ha nacido en España, en el siglo XX o en el XVIII, da igual, está en el centro de nuestro corazón, de nuestra cultura, seamos o no creyentes, así como del mundo occidental y de la historia universal, porque ésta es, en gran parte, el despliegue de las ideas del judeocristianismo. Y esto es válido no sólo para Occidente, sino también para Oriente, en la medida en que Occidente ha penetrado, desde el punto de vista económico, político, cultural y militar, en la historia del mundo oriental. Así que perseguir a Jesús era echar cuentas conmigo mismo, con mi país, con mi gente, con mi familia, con mis amigos, con los escritores que yo leía y, en definitiva, con todo lo que había sucedido en el mundo prácticamente durante los últimos 2000 años. Ni corto ni perezoso, me puse en marcha, y entonces fue cuando me sucedieron una serie de cosas un tanto peculiares; de hecho, este libro surge de una de mis tentativas por salvar mi imagen, ya que, en esta búsqueda de Jesús, sobre todo en los años 80, sufrí una poderosa crisis existencial que casi se convierte en una crisis esencial. Estuvo unida a problemas de salud, físicos, corporales, a la separación de mi mujer, con todo lo que conlleva una ruptura matrimonial, sobre todo si hay hijos de por medio, y, en fin, a muchas más cosas que no voy a contar. El caso es que yo, en aquel momento, me acerqué bastante, en ese itinerario de persecución de Jesús, a las posturas tradicionales de la Iglesia; me aferré al Jesús salvador, redentor, como el náufrago que se agarra a un salvavidas encontrado en el proceloso océano. Ello me llevó a incurrir en una serie de manifestaciones públicas que trasladaron a muchas de las personas que me oían en televisión o leían mis escritos la convicción de que yo era profundamente cristiano y de que me había convertido al cristianismo, cosas, ambas, totalmente falsas. En primer lugar, yo no soy cristiano creyente; me siento más cerca del budismo o del taoísmo que del cristianismo. Y, en segundo lugar, nunca podría ser converso a nada; a mí, las conversiones me parecen fruto de la histeria. Lo que sí soy es un hombre de evoluciones, que, según mi parecer, es lo específicamente humano.

Sin embargo, las cosas llegaron hasta el extremo de lo grotesco, risible, cómico, cuando incurrí en lo que yo considero que es el acto más heroico, más valeroso, de mi vida. Fue en un programa de Jesús Quintero que se llamaba Qué sabe nadie. A lo largo de una discusión de alto nivel, todo hay que decirlo, con un adversario al que respeto mucho, Puente Ojea, el ateo oficial de las Españas, antiguo embajador de España en el Vaticano y expulsado de la diplomacia de la Santa Sede, en un momento dado, llegué a hacer algo que probablemente nadie ha hecho en un programa de televisión: mirando a cámara, recé un padre nuestro. La verdad es que fue consecuencia de una hábil estratagema de Jesús Quintero, y digo que resultó heroico porque, tanto si uno es creyente como si no, en la frialdad de un estudio de televisión, mirar al ojo de pez de una cámara y orar es muy difícil. Ahora bien, tuvo un impacto formidable; de todo lo que he hecho en la vida, seguramente lo más impactante. Cuando iba por la calle al día siguiente, había señoras que se me acercaban y me besaban la mano como si yo fuera un obispo, e incluso personas que me contaban que aquel día se habían arrodillado delante de la televisión, como si aquello fuera un tabernáculo -¡vamos, que no me metieron bajo palio en la catedral de milagro!-. Claro que la cosa no tiene nada de particular si tenemos en cuenta que la antigua Trinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo ha sido sustituida, en los tiempos actuales, por otra de bastante menos nivel: televisor, ordenador y balón.

En realidad, todo esto no era más que una premonición de lo que estaba empezando a suceder, aunque ni yo mismo imaginaba que, después de aquello, iba a ocurrirme una anécdota aún más increíble, si cabe, que cuento al comienzo del libro. Me encontraba en la sala de maquillaje de Televisión Española, en el Pirulí, cuando se me acercó Paloma Gómez Borrero, que es algo así como la ministra portavoz de Wojtyla, y me dijo: «Fernando, tu vídeo con Puente Ojea se pasa todas las semanas en el Vaticano. Los obispos lo ven, lo comentan y lo discuten, y el Papa, poniéndome una mano en el hombro, me ha dicho: "Ya sé que en España hay un señor que se dedica a predicar el cristianismo como nosotros tendríamos que predicarlo"». Imagináos mi espanto ¡Y yo con estos pelos! Yo, con mi torpe aliño indumentario y nada menos que todo un Papa de Roma diciendo esto. El caso es que, fuere como fuere, estas anécdotas me sirvieron de excusa para escribir este libro, nacido, como ya he comentado, de la tentativa de explicarles a todas esas personas que me han confundido con una especie de obispo que yo no recé; cité una oración arquetípica que puede servir para cualquier cultura. Si ahora recito un poema de Lao Tsé, pongamos por caso, eso no significa que sea taoísta; simplemente, soy un señor que está recitando un poema de un autor que sí lo es.

Anécdotas aparte, el caso es que aquí tenemos el libro, que consta de tres cartas: dos muy breves y una extensísima, quizá la carta más larga de toda la historia universal, porque tiene 300 páginas. La primera de ellas es la que dirijo al lector explicándole por qué escribo este libro, es decir, relatándole, más o menos, las cosas que os acabo de contar ahora. La segunda se la dirijo al Papa, con un gran respeto, por supuesto, para darle, también, unas cuantas explicaciones. Y la tercera es aquélla en la que ya recurro a la ficción literaria. En esta última, finjo ser el amanuense, el calígrafo, el copista, el escriba de Jesús, quien, desde el más allá, me dicta lo que aparece escrito en el libro. Además, hay un apéndice en el que recojo algunos de mis textos narrativos anteriores; sin embargo, lo que realmente define al texto es esa tercera carta de Jesús al Papa (por eso es la elegida como título). En ella, hay tres temas, no sucesivos pero sí cruzados, y dos de ellos son abiertamente discutibles. En primer lugar, el propio Jesús nos cuenta sus 30 años de vida oculta, sobre los que no sabemos absolutamente nada. De hecho, no me he podido apoyar en ningún texto porque casi no existen; las referencias históricas a Jesús son prácticamente nulas. Sí hay referencias a los cristianos en Plinio, en Suetonio, etc., por tanto, nadie duda de su existencia; con respecto a Jesús, en cambio, tan sólo tenemos una alusión 50 años posterior a los hechos en Tácito y ni siquiera contamos con la que venía a ser la única fuente histórico-biográfica: La historia de los Judíos, de Flavio Josefo, ya que se ha demostrado (la propia Iglesia, o, por lo menos, parte de ella, lo reconoce) que el fragmento que hacía referencia a Él (por cierto, insignificante; 8 ó 10 líneas que hablaban de un predicador del siglo I que fue crucificado) se añadió aproximadamente 100 años más tarde (desde luego, no resistió el análisis histórico; el estilo es diferente y, si se suprime el párrafo, la secuencia historiográfica permanece). Además, tenemos el testimonio de Orígenes, quien, en el siglo III, habla de esta historia y dice que no se menciona a Jesús en ella. Fue Eusebio, obispo de Cesarea en el siglo IV e historiador oficial de la Iglesia, quien se reinventó el asunto. Del personaje histórico, de Jesús de Galilea, hay cuatro alusiones en el Talmud; ni Filón ni ningún otro historiador judío de la época le mencionan.

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