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AULA DE CULTURA VIRTUAL

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Transcipción de la conferencia de Fernando Sánchez Dragó

También me gustaría aclarar que no hablo desde el ateísmo, ni siquiera desde el agnosticismo; yo hablo desde lo contrario del agnosticismo, es decir, desde el gnosticismo. Busco racionalizar las cosas, en este caso, la religión cristiana, católica, Jesús, y acercarme a ellas reflexivamente, como sólo los adultos hacemos. De niños nos cuentan muchas historias bonitas, muchas fábulas, parábolas; no obstante, el niño crece y debe dejar de creer en las hadas. Debe racionalizar, analizar y reflexionar sobre dichas historias para llegar a una serie de conclusiones. Un niño que no cree en las hadas es un niño patético, pero un adulto que cree en ellas también es un adulto patético; lo uno no quita lo otro.

Por otra parte, y cambiando de tema, mi libro pertenece a un género literario que estuvo vigente en la Edad Media. En realidad, nunca ha dejado de existir, pero fue en esta época cuando mayor número de obras de este tipo vieron la luz. Entre ellas, sin ir más lejos, el famoso Kempis, con su Imitación de Cristo. Cuando me puse a escribir Gárgoris y Habidis, no traté de imitar a Jesús, sino a Cristo, que no tiene nada que ver. Cristo es una palabra griega cuyo significado es prácticamente el mismo que el de su homóloga hebrea, "Mesías"; Jesús, en cambio, es un personaje histórico. Ya hay un primer motivo de confusión, según creo, en la fusión de estos dos conceptos, a propósito de lo que me gustaría citar a Jung, el famoso psicoanalista discípulo de Freud: «La eficacia del dogma no se funda en la realidad histórica, verificada una sola vez e irrepetible, sino en su naturaleza simbólica, que la convierte en expresión de un supuesto psicológico relativamente ubicuo y capaz de existir incluso sin la existencia del dogma. Hay, pues, tanto un Cristo precristiano como un Cristo no cristiano, en la medida en que Cristo es un hecho de la psique, existente por sí mismo» ¿Qué nos viene a decir? Que Cristo es un arquetipo de la conciencia y que todas las personas, incluso gente que no ha vivido en el seno del cristianismo o ha nacido antes de Cristo, pueden realizar, dentro de su conciencia, el modelo arquetípico de Cristo, idéntico a los modelos habidos en otras culturas. Una cosa es Siddharta, ese príncipe de Nepal, ese personaje histórico, por ejemplo, y otra cosa es el Buda. El Buda también es prebúdico, búdico y posbúdico, porque también es un arquetipo de la conciencia. E igualmente ocurre con la cultura china del taoísmo, por poner otro caso. Así que lo que yo pretendo es pensar la religión, utilizando una expresión, referida a España, que el filósofo Eugenio Trías ha utilizado en los últimos años: «pensarla y sentirla»; no tanto creerla. Decía Clemente de Alejandría que conocer es virtud más alta que creer precisamente porque es racionalizar, convertir la fe en algo reflexivo.

La verdad es que, a lo largo de mi particular búsqueda de Jesús, las cosas que he pensado acerca de Él han ido cambiando considerablemente. Le he dedicado tres libros: el primero es el segundo volumen de Gárgoris y Habidis, titulado Ciclos cristianos; el segundo es La prueba del laberinto, novela con la que gané, en 1992, el Premio Planeta, y el tercero es esta Carta de Jesús al Papa, que, por otra parte, me ha servido para encontrar la falsilla, el organigrama, que quizá me permita configurar una cuarta novela con la que he estado entretenido diez años sin verla del todo clara. Pues bien, lo que yo decía en el primero no era lo que decía en el segundo, y lo que decía en el segundo no era lo que digo en éste, como tampoco lo será lo que diga en ese cuarto y grueso novelón. Es decir, mi búsqueda de Jesús es una búsqueda viva, como deben serlo todas las búsquedas. Jesús se ha convertido en una especie de víscera, de órgano, de mi propio organismo, y las vísceras palpitan, reciben sangre, se ponen enfermas, cambian, envejecen, se rejuvenecen etc. Así es mi relación con Jesús.

Pero ahora quiero hacer referencia a un dato que comento en la última página de este tercer libro. Jesús, o Cristo, si queréis, es una especie de gran lienzo en blanco sobre el que cada conciencia puede proyectar su imagen. Sabemos muy poco del Jesús histórico, más bien casi nada, y es precisamente esa indefinición histórica del personaje la que nos permite proyectar como lo hacemos en el lienzo que es una pantalla de cine, o como lo hace el pintor cuando empieza a emborronar un lienzo. Yo le defino usando conceptos que provienen del taoísmo. Los chinos creen que el Universo existe porque existe el vacío, y que el vacío existe porque existe la forma. Para ellos, son dos conceptos complementarios, como lo masculino y lo femenino, como lo umbrío y lo soleado, como lo árido y lo fértil, como lo cóncavo y lo convexo, como el gin y el gan, esas dos imágenes tan propias del taoísmo.

Sin duda alguna, Jesús es el personaje que más libros ha inspirado a lo largo de la historia universal. Cada año, se publican 2.000 libros nuevos sobre Él, y supongo que, en total, debe de haber como unos 200.000 libros que hablan de su figura. Naturalmente, yo no los he leído todos, ningún ser humano puede hacerlo, pero lo que está claro es que, entre ellos, habrá las locuras y disparates más mayúsculos; desde el Jesús revolucionario, nacionalista, celota, hasta el Jesús libertario, pagano, agnóstico, y, por supuesto, el cristiano, el judío, el profético, el que se fue a Oriente. Hay muchos tipos de "Jesuses", y, en mi opinión, ésta es la más alta virtud de este personaje: permitir que, sin necesidad de intermediarios, desde el propio pecho, cada persona pueda conectar con su Jesús particular.

Este es un libro que me puede granjear líos. El otro día, un conocidísimo intelectual español, Federico Jiménez Losantos, me comentó: «Pero, Fernando, ¿qué necesidad tenías de publicar un libro como éste?», refiriéndose a que me iba a crear algunos problemas, a lo que yo contesté: «Parece mentira que tú, un escritor intelectual, me preguntes eso. Tenía la necesidad de decirlo porque soy escritor, porque llevo 30 años encontrándome con estas cosas y hubiera sido una brutal falta de honradez, por mi parte, no ponerlas en negro sobre blanco con respeto». En definitiva, lo que quería decirle es que el motivo que me llevó a iniciar esa larga búsqueda es la vieja frase grabada en el dintel del santuario de Delfos que decía nosce te ipsum, conócete a ti mismo. Tenemos que conocernos a nosotros mismos para, como decía el poeta griego Píndaro, llegar a ser los que somos. Sólo desde el propio conocimiento de uno mismo se puede llegar a la autoestima, y sólo desde la autoestima se puede llegar hasta lo que yo creo que es el máximo principio ético que jamás se haya formulado -y esto vale para el cristianismo y también para otras religiones-: ama al prójimo como a ti mismo.

Hechas estas primeras aclaraciones, tratemos sobre la historia concreta de la búsqueda. Cuando yo estaba investigando para escribir Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España, estoy hablando de los primeros años de la década de los 70, cayeron en mis manos tres evangelios gnósticos: el evangelio del apóstol Tomás, el del apóstol Felipe y el evangelio llamado «de la verdad». El gnosticismo fue, de alguna forma, una interpretación filosófica, simbólica, alegórica, de los misterios del cristianismo anterior en el tiempo incluso a la formulación clásica del catolicismo, que es la formación paulina. Cuando se produjo la adscripción de la Iglesia al Imperio romano, a partir de los concilios de Nicea y Calcedonia, del siglo IV después de Cristo, que fue cuando se definió lo que era ortodoxo y lo que era heterodoxo, aunque no de forma absoluta, los gnósticos fueron perseguidos, fueron exterminados, y todos los textos de la filosofía gnóstica cristiana desaparecieron de la historia de la humanidad. Hubo un brote muy llamativo de gnosticismo en la Baja Edad Media: el protagonizado por los cátaros, el de la herejía de los albigenses, en el sur de Francia, con epicentro en Carcasona. Fue prácticamente el único brote gnóstico, sin los textos evangélicos, claro, que se produjo en 15 siglos de Historia. Pero, poco después de que terminara la Segunda Guerra Mundial, un pastor que perseguía a una cabra en un lugar de Egipto, como a menudo sucede con todas estas cosas que nos llegan del Próximo Oriente, entró en una gruta y descubrió una serie de legajos gnósticos que habían podido conservarse gracias al clima excepcional del país.

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