También me gustaría aclarar
que no hablo desde el ateísmo, ni siquiera desde el agnosticismo;
yo hablo desde lo contrario del agnosticismo, es decir, desde
el gnosticismo. Busco racionalizar las cosas, en este caso, la
religión cristiana, católica, Jesús, y acercarme
a ellas reflexivamente, como sólo los adultos hacemos.
De niños nos cuentan muchas historias bonitas, muchas
fábulas, parábolas; no obstante, el niño
crece y debe dejar de creer en las hadas. Debe racionalizar,
analizar y reflexionar sobre dichas historias para llegar a una
serie de conclusiones. Un niño que no cree en las hadas
es un niño patético, pero un adulto que cree en
ellas también es un adulto patético; lo uno no
quita lo otro.
Por otra parte, y cambiando de tema,
mi libro pertenece a un género literario que estuvo vigente
en la Edad Media. En realidad, nunca ha dejado de existir, pero
fue en esta época cuando mayor número de obras
de este tipo vieron la luz. Entre ellas, sin ir más lejos,
el famoso Kempis, con su Imitación
de Cristo. Cuando me puse a escribir Gárgoris y
Habidis, no traté de imitar a Jesús, sino a
Cristo, que no tiene nada que ver. Cristo es una palabra
griega cuyo significado es prácticamente el mismo que
el de su homóloga hebrea, "Mesías"; Jesús,
en cambio, es un personaje histórico. Ya hay un primer
motivo de confusión, según creo, en la fusión
de estos dos conceptos, a propósito de lo que me gustaría
citar a Jung, el famoso psicoanalista discípulo de Freud:
«La eficacia del dogma no se funda en la realidad histórica,
verificada una sola vez e irrepetible, sino en su naturaleza
simbólica, que la convierte en expresión de un
supuesto psicológico relativamente ubicuo y capaz de existir
incluso sin la existencia del dogma. Hay, pues, tanto un Cristo
precristiano como un Cristo no cristiano, en la medida en que
Cristo es un hecho de la psique, existente por sí mismo»
¿Qué nos viene a decir? Que Cristo es un arquetipo
de la conciencia y que todas las personas, incluso gente que
no ha vivido en el seno del cristianismo o ha nacido antes de
Cristo, pueden realizar, dentro de su conciencia, el modelo arquetípico
de Cristo, idéntico a los modelos habidos en otras culturas.
Una cosa es Siddharta, ese príncipe de Nepal, ese
personaje histórico, por ejemplo, y otra cosa es el Buda.
El Buda también es prebúdico, búdico y posbúdico,
porque también es un arquetipo de la conciencia. E igualmente
ocurre con la cultura china del taoísmo, por poner
otro caso. Así que lo que yo pretendo es pensar la religión,
utilizando una expresión, referida a España, que
el filósofo Eugenio Trías ha utilizado en los últimos
años: «pensarla y sentirla»; no tanto creerla.
Decía Clemente de Alejandría que conocer es virtud
más alta que creer precisamente porque es racionalizar,
convertir la fe en algo reflexivo.
La verdad es que, a lo largo de mi
particular búsqueda de Jesús, las cosas que he
pensado acerca de Él han ido cambiando considerablemente.
Le he dedicado tres libros: el primero es el segundo volumen
de Gárgoris y Habidis, titulado Ciclos
cristianos; el segundo es La prueba del laberinto,
novela con la que gané, en 1992, el Premio Planeta, y
el tercero es esta Carta de Jesús al Papa, que,
por otra parte, me ha servido para encontrar la falsilla, el
organigrama, que quizá me permita configurar una cuarta
novela con la que he estado entretenido diez años sin
verla del todo clara. Pues bien, lo que yo decía en el
primero no era lo que decía en el segundo, y lo que decía
en el segundo no era lo que digo en éste, como tampoco
lo será lo que diga en ese cuarto y grueso novelón.
Es decir, mi búsqueda de Jesús es una búsqueda
viva, como deben serlo todas las búsquedas. Jesús
se ha convertido en una especie de víscera, de órgano,
de mi propio organismo, y las vísceras palpitan, reciben
sangre, se ponen enfermas, cambian, envejecen, se rejuvenecen
etc. Así es mi relación con Jesús.
Pero ahora quiero hacer referencia
a un dato que comento en la última página de este
tercer libro. Jesús, o Cristo, si queréis, es una
especie de gran lienzo en blanco sobre el que cada conciencia
puede proyectar su imagen. Sabemos muy poco del Jesús
histórico, más bien casi nada, y es precisamente
esa indefinición histórica del personaje la que
nos permite proyectar como lo hacemos en el lienzo que es una
pantalla de cine, o como lo hace el pintor cuando empieza a emborronar
un lienzo. Yo le defino usando conceptos que provienen del taoísmo.
Los chinos creen que el Universo existe porque existe el vacío,
y que el vacío existe porque existe la forma. Para ellos,
son dos conceptos complementarios, como lo masculino y lo femenino,
como lo umbrío y lo soleado, como lo árido y lo
fértil, como lo cóncavo y lo convexo, como el gin
y el gan, esas dos imágenes tan propias del
taoísmo.
Sin duda alguna, Jesús es el
personaje que más libros ha inspirado a lo largo de la
historia universal. Cada año, se publican 2.000 libros
nuevos sobre Él, y supongo que, en total, debe de haber
como unos 200.000 libros que hablan de su figura. Naturalmente,
yo no los he leído todos, ningún ser humano puede
hacerlo, pero lo que está claro es que, entre ellos, habrá
las locuras y disparates más mayúsculos; desde
el Jesús revolucionario, nacionalista, celota, hasta el
Jesús libertario, pagano, agnóstico, y, por supuesto,
el cristiano, el judío, el profético, el que se
fue a Oriente. Hay muchos tipos de "Jesuses", y, en
mi opinión, ésta es la más alta virtud de
este personaje: permitir que, sin necesidad de intermediarios,
desde el propio pecho, cada persona pueda conectar con su Jesús
particular.
Este es un libro que me puede granjear
líos. El otro día, un conocidísimo intelectual
español, Federico Jiménez Losantos, me comentó:
«Pero, Fernando, ¿qué necesidad tenías
de publicar un libro como éste?», refiriéndose
a que me iba a crear algunos problemas, a lo que yo contesté:
«Parece mentira que tú, un escritor intelectual,
me preguntes eso. Tenía la necesidad de decirlo porque
soy escritor, porque llevo 30 años encontrándome
con estas cosas y hubiera sido una brutal falta de honradez,
por mi parte, no ponerlas en negro sobre blanco con respeto».
En definitiva, lo que quería decirle es que el motivo
que me llevó a iniciar esa larga búsqueda es la
vieja frase grabada en el dintel del santuario de Delfos que
decía nosce te ipsum, conócete a ti mismo.
Tenemos que conocernos a nosotros mismos para, como decía
el poeta griego Píndaro, llegar a ser los que somos. Sólo
desde el propio conocimiento de uno mismo se puede llegar a la
autoestima, y sólo desde la autoestima se puede llegar
hasta lo que yo creo que es el máximo principio ético
que jamás se haya formulado -y esto vale para el cristianismo
y también para otras religiones-: ama al prójimo
como a ti mismo.
Hechas estas primeras aclaraciones,
tratemos sobre la historia concreta de la búsqueda. Cuando
yo estaba investigando para escribir Gárgoris y Habidis.
Una historia mágica de España, estoy hablando
de los primeros años de la década de los 70, cayeron
en mis manos tres evangelios gnósticos: el evangelio del
apóstol Tomás, el del apóstol Felipe y el
evangelio llamado «de la verdad». El gnosticismo
fue, de alguna forma, una interpretación filosófica,
simbólica, alegórica, de los misterios del cristianismo
anterior en el tiempo incluso a la formulación clásica
del catolicismo, que es la formación paulina. Cuando se
produjo la adscripción de la Iglesia al Imperio romano,
a partir de los concilios de Nicea y Calcedonia, del siglo IV
después de Cristo, que fue cuando se definió lo
que era ortodoxo y lo que era heterodoxo, aunque no de forma
absoluta, los gnósticos fueron perseguidos, fueron exterminados,
y todos los textos de la filosofía gnóstica cristiana
desaparecieron de la historia de la humanidad. Hubo un brote
muy llamativo de gnosticismo en la Baja Edad Media: el protagonizado
por los cátaros, el de la herejía de los albigenses,
en el sur de Francia, con epicentro en Carcasona. Fue prácticamente
el único brote gnóstico, sin los textos evangélicos,
claro, que se produjo en 15 siglos de Historia. Pero, poco después
de que terminara la Segunda Guerra Mundial, un pastor que perseguía
a una cabra en un lugar de Egipto, como a menudo sucede con todas
estas cosas que nos llegan del Próximo Oriente, entró
en una gruta y descubrió una serie de legajos gnósticos
que habían podido conservarse gracias al clima excepcional
del país.
<<<ANTERIOR / SIGUIENTE>>>
Enviar
la noticia a un amigo
subir