JESÚS: UNA BIOGRAFÍA
Dr. Don Armand Puig
Especialista en la Biblia
Bilbao, 24 de octubre de 2004
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He citado el evangelio
de Tomás. ¿Por qué no hablar de la famosa fuente
Q? La fuente Q es una hipótesis de los exégetas; a pesar
de que no la hemos encontrado, suponemos que existía porque,
cotejando los textos paralelos de Mateo y Lucas, la observación
de que existen tantas coincidencias y textos parecidos nos lleva a
formular la hipótesis sobre Q. Esta fuente Q resulta muy importante
porque situamos a Marcos en torno al año 60 ó 70 (para
algunos, 72), pero la fuente Q, que contiene sentencias de dichos
de Jesús, ronda el año 50. En esa fecha, todavía
estaban muy recientes los hechos de la vida de Jesús y los
acontecimientos finales.
Jesús es un personaje
que tiene fuentes históricas muy próximas a los hechos
narrados, y esto resulta un elemento algo insólito en los personajes
antiguos. Por ejemplo, conocemos a Sócrates por Platón,
que era su discípulo. ¿Por qué entonces no podemos
conocer a Jesús por sus discípulos, que son los apóstoles
y los evangelios (en definitiva, esta fuente Q? Nos situamos en el
mismo cuadro de comprensión: Jesús no escribió
nada, pero Sócrates tampoco. Por ello, de la misma manera que
nadie dudaría de lo que enseñó Sócrates
conociendo los textos de Platón, nadie puede dudar de lo que
enseñó Jesús conociendo los textos que hablan
sobre él en los cuatro escritos fundamentales desde el punto
de vista histórico.
Deseo subrayar este punto.
El paradigma de investigación y análisis ha cambiado
con la tercera búsqueda del Jesús histórico,
puesto que recupera el carácter judío de Jesús
y la confianza en la historicidad (en el sentido histórico,
no teológico del término) de los evangelios canónicos.
Muchas veces, la gente pregunta si los evangelios son textos inventados,
construidos, reelaborados... Pues bien, diré que los evangelios
canónicos son textos con un alto grado de veracidad histórica.
En la Universidad de Jerusalén, cuando alguien quiere explicar
el siglo I judío, entre las fuentes existentes de primera mano
y contemporáneas de este siglo I se emplean los evangelios
canónicos cristianos; indudablemente, se consulta Flavio Josefo,
pero también los evangelios canónicos cristianos. Sucede
que el judaísmo del siglo I tiene poquísimos textos
contemporáneos, puesto que datan del siglo II y casi III.
Naturalmente, también
debemos valorar el criterio. No hemos descubierto tantas cosas nuevas
sobre Jesús, pero los criterios sobre Jesús son distintos:
antes éramos restrictivos, nos parecía que teníamos
que cortar las fuentes; ahora, sin embargo, la crítica mantiene
hasta lo que puede, es decir, es mucho más cuidadosa con las
fuentes que la crítica anterior, cuyo resultado final era reducido
y muy poco atrayente.
Con esta forma de trabajar
no vulneramos el principio de crítica histórica, sino
que lo situamos en otro paradigma heurístico de búsqueda
que denominamos "de plausibilidad histórica". Es
decir, cuando nos encontramos con un texto, tenemos que balancearlo
entre el horizonte judío y las aportaciones innegables de reelaboración
de la primitiva comunidad cristiana. Es cierto que en los evangelios
hay reelaboración, pero innovar y reelaborar no quiere decir
inventar. Tenemos muchísimos ejemplos en los que se observa
que los evangelios fueron muy cuidadosos con lo que llegó hasta
ellos.
En este deseo de no olvidar
todas las fuentes posibles, es preciso detenerse, por ejemplo, en
los evangelios apócrifos. La palabra "apócrifo"
tiene mala prensa porque da la impresión de que es un evangelio
falso. Sin embargo, "apócrifo" es una expresión
que llega muy tarde, en el siglo XVI, y se emplea para designar, simplemente,
los textos que no han entrado en el canon de las escrituras. Por ello,
es mejor llamarlos "evangelios no canónicos", porque,
si así lo hacemos, tenemos un campo muy amplio para convertirlo
en un interesante material histórico sobre Jesús.
Por ejemplo, en relación
con el clásico tema "maldito" de los hermanos y hermanas
de Jesús, con los evangelios canónicos en la mano alcanzamos
un nivel bajo de resolución. En cambio, con los evangelios
apócrifos podemos llegar un poco más allá, puesto
que, si bien es cierto que no nos sirven para resolver todo, al menos
se pueden utilizar para contar con un punto interesante a partir del
cual entablar la discusión. De todos modos, adelanto ya que
es un tema que no podemos resolver al cien por cien por falta de fuentes
históricas.
Por consiguiente, los evangelios
apócrifos nos interesan mucho, siempre que los pasemos por
la crítica histórica, puesto que no todo es oro, sino
que también hay paja. También nos interesan las fuentes
helenísticas, que son pocas pero interesantes. Otro tanto sucede
con las fuentes romanas, las cuales, a pesar de ser también
escasas, son muy imparciales, porque Roma es la maestra de la neutralidad.
Roma aporta a esta cuestión el dato de que hubo un judío
que fue llevado a la muerte mediante el suplicio de la crucifixión
por Poncio Pilatos, gobernador de Judea en tiempos de Tiberio. Esto
-que es muy simple- resulta importantísimo, porque de una vez
por todas se disipa cualquier nubarrón sobre la existencia
histórica de Jesús. Si alguien desea negarla, debe explicar
por qué Tácito, Plinio el Joven o Suetonio se expresan
en el mismo sentido. En definitiva, en este momento no hay nadie con
un mínimo de rigor que se atreva a negar la existencia histórica
de Jesús.
Llegamos así a preguntarnos
sobre una cuestión que no deseo rehuir. En la figura de Jesús
se encuentra un punto de enigma al que ya se refirió David
Friedrich Strauss en 1835. Este autor reconocía que, en el
fondo, no podíamos llegar a dilucidarlo hasta el final porque
el mismo Jesús se propuso a sí mismo como pregunta (¿quién
dices que soy yo?), si bien no para oscurecer su misión y su
persona, sino porque una y otra están en relación con
la respuesta personal que cada uno aporte a esa pregunta.
El enigma de Jesús,
por tanto, no es oscuridad, sino incitación a la respuesta,
interpelación. Jesús habla de sí de forma indirecta.
Jesús no se autopropone, no vende su propia imagen, sino que
ésta sirve para que los otros respondan y digan que hay una
imagen construida por los discípulos, la cual, a su vez, sirva
para que cada uno construya la imagen final de Jesús.
Los judaísmos de
la época nos sirven mucho para entender este enigma, puesto
que Jesús no rompe con la religión judía. Afirmo
esto con cierto énfasis porque sé que hay otros exégetas
que insistirán en que Jesús es alguien que rompe con
muchísimas cosas. Sin negar esto, Jesús practica el
judaísmo hasta el final. No pueden acusarlo de ser un mal judío,
sino que es un buen judío. A pesar de ello, el sanedrín
lo acusará de traidor, falsario y provocador del pueblo; por
lo tanto, Jesús resulta insoportable para sus propios contemporáneos,
pero no porque sea un mal judío, sino porque su interpretación
del Dios del Sinaí es, en el fondo, distinta de lo que los
rabinos coetáneos pensaban. Jesús es alguien que llega
hasta el corazón de la pregunta sobre Dios.
Mi propuesta es ésta.
Los teólogos de aquella época y de ésta hablamos
como podemos de Dios, pero Jesús, por el contrario, habla desde
Dios. Este matiz es importantísimo, porque Jesús no
discute posiciones teológicas, sino que afirma con mucha sencillez
algo que deja descolocados a los teólogos con la seguridad
humilde de quien tiene una proximidad con Dios y puede permitirse
el lujo de hablar desde él. Los discípulos captaron
este detalle, aunque no llegaron hasta las últimas consecuencias.
Después, todos le fallarán en Getsemaní, y en
la última cena los vemos un poco despistados; pero también
captan que allí hay algo que -como diría el mismo Jesús-
es más importante que Jonás y Salomón.
De todos modos, no podemos
pensar que hubo un solo judaísmo, sino diversos, ya que este
siglo fue de una gran ebullición. Naturalmente, el judaísmo
toma partido contra Roma, porque Roma, en mi opinión, no representa
en el fondo tanto el fin del sueño judío nacional como
la imposibilidad de ejercer aquello que pertenece sólo a Dios,
que es el territorio, la organización, la ley. El judaísmo
del siglo I quiere recuperar esta dimensión de proximidad a
Dios, y Roma representa un obstáculo para ello. Por tanto,
hay razones religiosas para oponerse a Roma, de tal modo que puede
afirmarse que política y religión van juntas en el judaísmo
del siglo I. Los mismos zelotes no eran antirromanos porque sí,
sino debido a que eran celosos máximos de la ley judía,
según la cual aquella tierra era propiedad indiscutible del
Dios que se había dado al pueblo de Israel.
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