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AULA DE CULTURA VIRTUAL

LA AUTOESTIMA DE LOS HIJOS: UN RETO PARA LOS PADRES
D. Aquilino Polaino
Catedrático de Psicopatología de la Universidad Complutense de Madrid
Bilbao, 17 de Mayo de 2004

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La institución familiar funciona cada vez peor. En España, aproximadamente cada tres minutos se rompe un matrimonio. El drama salpica, antes que a nadie, a los cónyuges; después a los hijos, que sufren más o menos dependiendo de la edad y de cómo sean y se les explique la ruptura y cómo la vivan. Finalmente, el drama afecta a la sociedad entera. Sin persona no hay familia, sin familia no hay sociedad y sin sociedad no hay Estado. En este sentido, me parece muy bien que las administraciones públicas (como el Gobierno vasco) trabajen en la protección de la familia. Sus arcas dependerán de cómo funcione la familia, por lo que es de justicia cuidar lo que, de alguna manera, es la fundamentación económica de todo lo que hay que sostener.

La autoestima es un concepto que en nuestro país está absolutamente de moda desde los últimos diez años más o menos. No es cierto que la Psicología nunca la haya estudiado antes, ya que hay manuales de 1890 en los que ya se le dedicaban varias páginas. La autoestima es el modo en el que uno se quiere a sí mismo, el aprecio personal y los sentimientos que uno tiene acerca de su propio yo. Constituye un misterio, pero de eso vivimos y nos "alimentamos", y con eso queremos o no queremos. Por ejemplo, si un chico no se quiere a sí mismo, es imposible que quiera a sus padres, a sus amigos o a sus hermanos. También se podría formular a la inversa: si un chico no ha sido querido, es muy probable que tampoco se quiera a sí mismo.

Cuando cerramos los ojos e intentamos pensar en el primer sentimiento de nuestra vida que recordamos, es casi seguro que el que llegue a nuestra mente no fuera en su origen espontáneo, sino que resultó provocado como respuesta reactiva a otra manifestación de, probablemente, afecto de la madre o del padre. Es decir, hasta el propio origen de nuestros sentimientos está vinculado al modo en el que hemos sido queridos.

De todos modos, todo no se reduce en nuestra vida afectiva a ese modo en el que hemos sido queridos. Así, dentro de ella resulta también importante el temperamento, que cambia muy poco a lo largo de la vida. El temperamento depende del sistema nervioso central y del sistema hormonal o endocrino que cada persona trae al mundo genéticamente, y eso no cambia: el que es introvertido es introvertido, el que es muy simpático es muy simpático, el que es muy callado es muy callado, etc. Además, se trata de formas de ser que están muy bien contrabalanceadas, porque todas encierran sus pros y sus contras. Por ejemplo, el inconveniente de que casi nunca nos enteremos de lo que siente la persona que no habla se compensa con la ventaja de que, por lo menos, a su lado se puede estar tranquilo y descansado. Por el contrario, la persona que habla mucho plantea el inconveniente de que, a su lado, no hay quien pare, pero presenta la ventaja de que es expansiva. Así, suelta todo lo que lleva dentro, por lo que, si tiene un problema, quienes estén a su alrededor se van a enterar enseguida.

Hoy día, se puede hacer un diagnóstico del temperamento en la primera semana de vida del recién nacido. Su temperamento lo va a marcar para siempre. Decía el viejo Hipócrates hace veinticinco siglos que tu temperamento es tu destino. Por tanto, la afectividad –aunque aquí la vamos a estudiar desde el punto de vista familiar– tiene mucho que ver también con lo temperamental y con lo biológico, aunque también con la libertad del sujeto. Hay personas que, siendo de natural tímidas, esforzándose en la vida son capaces con el tiempo de impartir una clase delante de quinientas personas. Ahora bien, esto no significa que no sean tímidas; son constitutiva o biológicamente tímidas, si bien el aprendizaje, la exposición y la faena de cada día han logrado que todo eso se vaya abriendo. Por consiguiente, es una timidez muy distinta de la persona que se ha ido cerrando paulatinamente.

Esta introducción me sirve para dejar claro que los sentimientos básicos de cada persona tienen mucho que ver con lo que ha percibido en los sentimientos de sus padres. Ahora bien: ¿los padres educan sentimentalmente? Sí, aunque no con nuevas estrategias o nuevas habilidades, sino con el modo en el que expresan y acogen los sentimientos propios y ajenos. En el ámbito de la pareja, por ejemplo, yo creo que hay muchos matrimonios generosos y con una fidelidad probada, que, a pesar de ello, han extraído de su vida conyugal el 10% de la felicidad que podían haber obtenido.

La misma importancia que tiene compartir con la pareja la intimidad –y no sólo el pellejo– la tiene hacerlo con los hijos. Es lo que se conoce actualmente con el término "apego". El apego es la unión afectiva y efectiva que, en los planos cognitivo, sentimental, perceptivo y social, se produce entre los padres y los hijos. Cuando a un recién nacido se le coge en brazos, se le acuna y se le aprieta contra el corazón, está recibiendo apego. Además, si no se apega, no crece afectiva e intelectualmente, no crece afirmándose a sí mismo, por lo que se vuelve inseguro. Cuando un niño no se siente querido por sus padres, piensa que, si no le quieren, es que no vale. Y si no vale, no tiene nada a que aspirar en la vida. ¿Dónde va a ir él si ni siquiera sus padres le quieren?, puede preguntarse. Si no aspira a nada, no luchará; y si no lucha, lo que consiga será todavía peor, y los resultados serán malos. Entonces se querrá menos a sí mismo.

Este círculo vicioso nos lleva a que una persona con treinta años se muestre resentida. Si una persona joven (ya pasada la adolescencia, donde esta actitud es relativamente normal) no se aguanta a sí misma, acabará por no aguantar a nadie; pero a ella tampoco la aguantará nadie, con lo que habremos roto todas las conexiones sociales, todo el crecimiento en sociabilidad. La razón es sencilla: no hay yo sin tú. Para ser la persona que hoy es, cualquiera ha tenido que mantener un montón de relaciones sin las cuales no sería quien es. Sería una persona distinta, pero no quien es. La identidad personal necesita de la alteridad para ser. El yo necesita de un "tú" y de un "otros".

Pues bien, la autoestima depende muchísimo de cómo haya sido querida la persona desde el nacimiento (o incluso desde antes). No basta con querer, hay que aprender a querer. Desgraciadamente, no hay ninguna escuela, máster o taller para ello: sólo existe el día a día. Querer es una manifestación de que la persona es un ser tan abierto que, si no quiere a nadie, no es feliz. Ahora bien, a quien queremos es siempre alguien distinto del yo, alguien que está fuera del yo, que es otro. Y ese alguien tiene una intimidad que nos abre si quiere; pero si no quiere, no. Ahora bien: si no la abre, no la podemos querer, porque no sabemos lo que hay dentro.

Por tanto, hay que abrirse, y no importa la edad que se tenga. Mi consejo es que, de vez en cuando, hay que abrir y hablar de los sentimientos. No hay que hacerlo continuamente, pero sí de vez en cuando, aunque cueste. Es necesario compartir los sentimientos, porque eso es lo que permite a nuestro propio yo crecer, y es lo que también permite al propio yo y al otro ser felices. Y, si no somos felices, es muy difícil que queramos que los demás lo sean.

Hoy día, el problema radica fundamentalmente en los varones, porque las mujeres manifiestan mucho más fácilmente el afecto que los hombres. El problema fundamental de muchos jóvenes es que no matienen una buena y estrecha relación con su padre.

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