En nuestra sociedad, hacerse mayor conlleva, habitualmente, que nos hagan abuelos. Es bien cierto: nos hacen abuelos. Nosotros, voluntariamente, nos hacemos padres cuando nos ponemos procrear hijos, pero nos hacen abuelos cuando nuestros hijos deciden darnos nietos.
Cada vez que nace un hijo, nacen abuelos
También se dice que cada vez que nace un hijo, nacen abuelos. ¡Es ley de vida! Además, nos lo ponen en bandeja porque estamos en el lugar más propicio para envejecer, en el país por excelencia de las personas mayores y muy mayores. España ocupa el cuarto lugar en el escalafón de países envejecidos del mundo.
Para empezar, quiero relatar un hecho que a mí me impactó: la perplejidad que uno siente cuando se estrena de abuelo. Porque todo se origina con la cacareada circunstancia de que un amigo o familiar te relata, eufórico, lo que ha sentido al tener a su nieto recién nacido entre las manos. Y uno piensa en lo exagerada que puede llegar a ser la gente… hasta que, de pronto, te encuentras en esa extraordinaria tesitura.
¡Babear es poco, señores! Porque cuando tu hijo o tu hija deposita en tus manos a ese bebé recién nacido, en un santiamén rememoras y te recorre el cuerpo el estremecimiento de cuando te estrenaste en la asignatura de la paternidad, sumando ahora, claro, un nuevo y desconocido impacto, jerárquicamente de un grado superior. Vives una curiosa sensación, mezcla entre distanciamiento generacional y cercanía, con cierto grado de futura complicidad.
La riqueza de un pueblo se mide por el legado de sus ancianos
En muchas culturas el prestigio ha constituido la nota distintiva, el valor máximo y el mayor aprecio que la sociedad ha concedido a la vejez. En ese sentido, afirma un sabio proverbio africano: La riqueza de un pueblo se mide por el legado de sus ancianos.
Este prestigio de las personas mayores se basa en la presunción de una experiencia adquirida en su paso por todas las etapas de la vida. También se considera que dichas personas veteranas tienen unas opiniones desapasionadas, como consecuencia de una edad desinteresada, que no les ata a cuestiones partidistas o intereses particulares. Todo ello permite que ejerzan una autoridad de consejo que es muy bien aceptada por la comunidad.
Voy a insistir un poco más en lo prestigioso que tendría que ser el hecho de ser viejo. Porque un servidor ya está bien convencido de que la sabiduría que albergan los ancianos es imprescindible para el progreso de la civilización. Por si usted no está convencido del todo, paso a exponerle un estudio antropológico que me ha llamado la atención porque ratifica el valor social de la sabiduría de la ancianidad.
Este estudio, realizado en Estados Unidos, constata que en las sociedades primitivas en las cuales la gente mayor sobrevivió mejor, había más progreso y condiciones de vida, lo que facilitaba la longevidad de su población. Este fenómeno se conoce como longevidad prehistórica e introdujo un nuevo elemento en las sociedades tribales: como resultado de la acumulación de conocimientos por parte de la gente mayor, mejoraron las condiciones de vida y se produjo una explosión de de la población, con lo que la proporción de adultos jóvenes se incrementó considerablemente, llegando, en el Paleolítico Superior, a quintuplicarse este incremento de gente mayor.
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