Todos los padres, independientemente de que sean primerizos o de que sus vástagos hagan sombra en cantidad a los compañeros de piso de Blancanieves, tienen siempre dudas de si estarán haciendo lo correcto en cuanto a alimentación, educación y hábitos sociales de sus hijos se refiere. Todos quieren que estén bien alimentados, que sean educados y, sobre todo, que duerman bien, porque eso les permite dormir bien a ellos. Lo malo es que no sólo ellos cuentan, sino que quienes les rodean (abuelos, amigos, conocidos y a veces, lo que es peor, pediatras que echan mano de estadísticas y tratan a los bebés como números en lugar de como seres individuales) se permiten el lujo de opinar y de aconsejar. Y no siempre con buen tino, aunque su intención sea buena.
La Experiencia
La experiencia en mi profesión me ha ofrecido la oportunidad de aprender mucho sobre la conducta normal de los niños sanos (que, afortunadamente, son la gran mayoría de ellos) y sobre las preocupaciones cotidianas de sus madres. Por ejemplo, he aprendido que los niños suelen despertarse más a partir de los cuatro meses, que suelen dejar de comer al año, que muchas veces no quieren comer nada mientras su madre trabaja, que antes del año están deseando comer comida normal, sin triturar, pero que más tarde se les pasan las ganas… y que los intentos de seguir normas estrictas y universales sobre alimentación, crianza y educación de los hijos a menudo provocan enormes sufrimientos.
El instinto y el deseo
Durante largo tiempo supuso una moda, llamémosla así, la práctica de un determinado método que suponía dejar llorar al niño en la cuna, hasta que se quedase dormido, sin cogerlo en brazos, sin mecerlo. Y dormido se quedará, seguro, pero se dormirá sintiéndose abandonado, desatendido por sus padres, que ignorarán de forma sistemática los llantos del niño. El sueño de ese bebé no es el sueño satisfecho de quien ha conseguido sus objetivos, sino el sueño resignado de quien ha renunciado a conseguirlos. De hecho, el bebé suele despertarse con mayor frecuencia a partir de los tres o cuatro meses, a medida que se hace más independiente. Hace 100.000 años, cuando no teníamos ni casas ni ropa, cualquier niño pequeño que pasase la noche separado de su madre, desnudo ante la lluvia y el frío y solo ante las ratas y los lobos, amanecía muerto. Las madres pasaban toda la noche con sus hijos, probablemente hasta cerca de la adolescencia, como hacen ahora los orangutanes o los chimpancés. No lo hacían porque les habían enseñado a hacerlo en un cursillo o con un libro, ni porque la religión, la ley o la sociedad les obligasen, ni siquiera porque pensasen “si lo dejo solo, se puede morir”. Era un instinto. Además, ayuda a establecer patrones de respiración correctos.
Nosotros sabemos que el bebé está completamente a salvo en la cuna de su habitación. Él no lo sabe. Su instinto le dice que si de noche no está con sus padres, no verá la luz del día siguiente. Tan sólo hay que ponerse en su lugar. Un bebé que llora porque no quiere dormir solo, no sufre insomnio ni alteraciones del sueño. Puede dormir perfectamente si está acompañado, que es lo que su instinto le pide.
Además, dormir con el bebé es una práctica cada vez más extendida (se reconozca o no) en nuestra sociedad. Resulta muy cómodo cuando se amamanta a un pequeño y para muchas familias es la opción más agradable. Cuando un bebé llora al despertarse, si no se le atiende enseguida, se termina por desvelar, porque su sueño, al contrario que el de los adultos –que es más profundo al principio del mismo– es muy liviano: los bebés pasan por una fase de unos veinte minutos de sueño ligero antes de llegar al profundo y pueden despertarse sin conciencia y quedarse dormido en cuanto nota a su madre cerca. Si se duerme a un bebé en brazos en cuanto se queda dormido lo dejamos en la cuna, seguramente se despertará y llorará; sin embargo, cuando su sueño es profundo es prácticamente imposible despertarlo.
Por eso, si el instinto y el deseo de la madre es abrazar a su bebé, y acurrucarse junto a él en la misma cama, adelante, es lo que debería hacer. De esa manera, el niño se sentirá protegido y, si se despierta, sentirá cerca a su madre, la olerá, la tocará y, si se tercia, echará una chupada a la teta, que siempre viene bien, por si acaso. |