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D. Andrés Pascual

Escritor

El compositor de tormentas. La experiencia de crear (del corazón al papel) y la experiencia de publicar (del papel a la librería)

En Bilbao, a 11 de enero de 2010
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José Cendón

Ante todo, y ajeno a cualquier protocolo, quiero dar las gracias a los responsables del Aula de Cultura de El Correo por haberme cedido este espacio. Yo, como director del Aula de Cultura de La Rioja, suelo ocupar la otra silla y me dedico a presentar a los conferenciantes que acuden a Logroño. Sólo espero estar a la altura. El germen de esta charla surgió en la presentación de mi novela EL COMPOSITOR DE TORMENTAS en Barcelona el 2 de Noviembre. Estábamos en el Auditórium de RHM, presentando a los medios la novela ganadora y finalista del VIII Premio de Novela Ciudad de Torrevieja, galardón que yo recibí en esta edición, y una persona responsable de un medio de Baleares, tras escuchar mi exposición, me propuso impartir una charla, sugiriéndome: “Cuenta tu propia experiencia”.

Fue entonces cuando me puse a pensar cuál era mi propia y verdadera experiencia, algo que pocas veces me había planteado de forma experimental, y decidí que aquella charla era una oportunidad perfecta para analizar y comprender (yo mismo) cuál había sido el camino que me había traído hasta allí. Me percaté de que nunca me había parado a pensar qué es lo que me había motivado hasta el punto de sentarme a escribir el primer folio, cuál había sido el abono que había ido echando durante años, a veces sin ser consciente de ello, hasta que floreció mi primera flor de loto (por hacer un guiño a El guardián de la flor de loto) y cómo había evolucionado como escritor hasta encontrar la melodía de mi Compositor de Tormentas.

Es más: tampoco me había parado a pensar si los movimientos que -una vez terminadas mis novelas- llevé a cabo de forma intuitiva hasta conseguir que se publicasen, se ajustaban a un eventual protocolo establecido. Así que, después de estudiar en profundidad esos dos momentos de “mi propia experiencia”, decidí estructurar la charla que hoy os voy a reproducir en dos partes: la experiencia de crear y la experiencia de publicar.

- la experiencia de crear, del corazón al papel (o desde las entrañas…);y

- la experiencia de publicar, del papel a la estantería de la librería.

La primera experiencia aludiría al acto íntimo de crear literatura, sin otra meta que dar forma a una novela, disfrutando con el camino recorrido sin pensar en ningún premio salvo cada párrafo escrito, cada palabra colocada en su sitio. La segunda experiencia, ajena completamente a la primera pero igualmente importante dentro del proceso, se referiría a qué acciones son necesarias para que esa novela vea la luz y llegue a múltiples lectores (otro estadio del proceso vital de toda novela, que vuelve a nacer en la mente de cada lector).

Como veis, yo soy de los que piensan que el mercantilismo de la industria del libro no tiene por qué corromper en absoluto la esencia literaria de la obra. Como dice una autora llamada Neus Arqués, el sector editorial es un mercado, con su oferta, su demanda, sus ciclos anuales, su segmentación de públicos objetivos… algo que hemos de aceptar con normalidad. Y es que el libro es un producto al que pueden aplicarse las herramientas de marketing que se aplican, por ejemplo, a los yogures; y no por ello dejarán de ser, los que lo merezcan, obras maestras; no por ello los bien escritos dejarán de emocionarnos, de hacer que riamos, lloremos, sintamos…

Lo que quiero poner de manifiesto (siempre desde “mi propia experiencia”) es que para sacar adelante un proyecto literario ha de recorrerse un doble camino. No basta con llevar a cabo una obra de forma comprometida con sus personajes, con su historia, con los sentimientos que el autor anhela volcar en el papel; después es necesario lograr que dicha obra traspase las cuatro paredes de la habitación donde ha sido escrita para llegar hasta los lectores. Ellos son los verdaderos destinatarios, porque es en la mente de cada uno de ellos donde la obra, donde esos personajes y esa historia, cobrarán vida.

Pero comencemos por el principio, comencemos por: la experiencia de crear. Primo Levi, un escritor judío italiano que sobrevivió al Holocausto nazi, reflexionó sobre el impulso que lleva a escribir, y apuntó 9 razones posibles. Las estudié y decidí que seis de ellas no se correspondían con mi caso:

- para mejorar el mundo
- para dar a conocer sus ideas
- para liberarse de la angustia
- para ser famoso
- para ser rico
- por costumbre

Pero descubrí con alegría que con las tres últimas acertaba plenamente:

- para divertir o divertirse
- para enseñar algo a alguien
- porque uno siente el deseo o la necesidad

1: Para divertir o divertirse. Mis dos novelas son libros de entretenimiento, son dos novelas de aventuras escritas para hacer pasar un buen rato. Acometí sin rubor alguno unas tramas que tenían incluso tintes cinematográficos, concebidas sus escenas, o capítulos, con ritmo trepidante, obligando al lector a pasar cada página hasta llegar al final de la obra.

2.- Para enseñar algo a alguien. El motor fundamental de mi literatura, el que me llevó a escribir mi primera novela EL GUARDIÁN DE LA FLOR DE LOTO, fue la pasión por los viajes. Tenía muchísimas experiencias acumuladas en la mochila que pugnaban por salir hacia fuera. Y decidí seguir viajando, mientras estuviera en mi casa, a través de las palabras, fijándome un objetivo: que quien lo leyera también lograse viajar a aquellos escenarios que a mí me habían cautivado (en aquel momento yo pensaba que lo iban a leer mi familia y, con suerte, mis amigos)

Hay una anécdota que he contado más de una vez: La primera vez que se ocurrió escribir una novela estaba sentado en el sillón de un peluquero de Katmandú que daba masajes de cabeza. Acabábamos de regresar de un viaje al Tíbet en el que habíamos sufrido lo nuestro con el mal de altura y me pareció una opción perfecta para pasar un rato tranquilo. En ese momento, sentado en la silla de peluquero del masajista, comencé a pensar en todo lo que habíamos visto, olido y oído, y comprendí que había encontrado los escenarios perfectos para la novela que quería escribir. Al principio creí que iba a ser una tarea fácil. Allí había fantasía suficiente para llenar 100 novelas. Yo sólo tenía que escribir una de ellas. En el Tíbet todo era épico (los guerreros kampa enfrentándose a caballo contra los tanques chinos, las propia supervivencia pueblo tibetano en una zona tan difícil, tanto social como físicamente hablando) No podía imaginar que escribir fuese a ser una tarea tan dura y que, al mismo tiempo, me fuera a satisfacer de semejante forma, culminando en la novela que tantas alegrías me ha proporcionado, EL GUARDIÁN DE LA FLOR DE LOTO.

A ese motor inicial, una vez terminada mi primera obra, se sumó otro que venía impulsando con la misma o incluso más fuerza: la pasión por la música. Yo había sido músico mucho antes que escritor. Comencé a tocar el piano cuando sólo tenía 7 años y tiempo después me pasé al rock&roll, grabé discos, hice giras de conciertos… Tenía infinidad de sensaciones musicales acumuladas, al igual que me ocurría con las sensaciones extraídas de los viajes. Infinidad de sensaciones que me apetecía plasmar en forma de palabras para que los demás comprendieran lo que yo sentía, lo que no había sido capaz de transmitir con mi voz o con mi piano.

Llegado a este punto de la exposición, debo saltar a la tercera de las razones, de entre las expuestas por Primo Levi, que considero aplicables a mi caso concreto.

3: Porque uno siente el deseo o la necesidad. Y es que, como os digo, por suerte o por desgracia, yo padecía una vena creativa que durante años había tratado de satisfacer a través de la música; pero durante años compuse docenas de canciones que nunca conseguían que me sintiera completo, realizado. Así pasó el tiempo, intentándolo una y otra vez, hasta que un día juré que jamás volvería a componer una canción. Fue la decepción definitiva de la composición musical, pero también una decepción positiva, ya que me lanzó de forma igualmente definitiva hacia la literatura. Cierto es que había escrito desde niño (mi abuelo Andrés Pascual era el autor de unos libros de ortografía llamados MIS DICTADOS que se estudiaron en todo el país durante décadas), pero hasta que no comencé EL GUARDIÁN DE LA FLOR DE LOTO no me había lanzado a escribir sin red, buscando en la literatura mi verdadera forma de expresión. Visto desde ahora (que ya estoy sumergido en el día a día literario, con miles de lectores que esperan mi siguiente obra) me cuesta imaginarme en el salón de mi casa (donde suelo escribir, sentado en el suelo) perdiendo horas de sueño durante años para dar forma al primer manuscrito de EL GUARDIÁN DE LA FLOR DE LOTO. Recuerdo que estaba tan ilusionado y tenía tan poco miedo que comencé a escribir sin pensar ni en todo lo que tenía por delante y sin tener ni idea de los fundamentos técnicos que han de respetarse cuando un autor se sienta a escribir una novela. En realidad no tenía miedo porque disponía de aquel fallido pero intenso bagaje como músico, y comencé a escribir aplicando los criterios y claves de confección de un CD o un concierto. Me acercaba al portátil del mismo modo que acercaba la banqueta al piano y trataba de llenar la página con notas y silencios. Si un capítulo terminaba en alza, el siguiente debía comenzar pausado… Si un párrafo sonaba a una sección de violines, pronto debía llegar un redoble de timbales…

Y posteriormente, en EL COMPOSITOR DE TORMENTAS, esta forma de escribir adquirió otra dimensión más profunda. Decidí que la música no fuese un elemento más de la trama, ni una vía para componer las frases, párrafos y capítulos, sino que lo fuera todo, que fuera la esencia del libro. Traté de componer una sinfonía literaria. Tenía claro (y aquí llego a un punto de inflexión fundamental de la charla): qué era lo que quería contar y el tono que quería imprimir al texto. Tenía claro cuál quería que fuese mi universo. Esta, desde mi punto de vista, es la clave de la experiencia de crear literatura. Hemos de convertirnos, antes de volcar las palabras sobre el papel, en creadores de universos propios, universos dentro de los cuales todas y cada una de las palabras tengan sentido.

Gabriel García Márquez cuenta que un día escribió: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” Y cuenta que en ese momento se paró y se preguntó: “¿Y ahora qué carajo sigue? Y siguió Cien años de soledad. ¿Cuál fue la clave? Según cuenta García Márquez, no sabía cuál habría de ser la trama de la novela, pero tenía perfectamente concebido el universo de realismo mágico que debía inspirarla. Sabía (no sólo intuía), qué podía funcionar o no en el interior de ese universo. Otros autores han dicho cosas parecidas:

D. M. Thomas (escritor inglés, autor de The white hotel) dice al respecto: “El placer que encuentro en escribir es el acto mismo de crear, tomar lo que es impreciso y está vacío y darle forma… Me gusta crear pequeños universos”.

Del mismo modo, Edward Morgan Forster (Londres, 1879, autor de Una habitación con vistas, Pasaje a la India), en su manual de escritura ASPECTOS DE LA NOVELA (que recoge una transcripción de las charlas que el escritor dio a sus alumnos de Cambridge en 1927), dice lo siguiente: “Una novela es una obra de arte que se rige por sus propias leyes, leyes que no son las mismas de la vida real. El personaje de una novela es real cuando vive con arreglo a esas leyes”.

Yo, al igual que García Márquez (es obvio que no entraré en otras comparaciones), desde el principio tenía claro lo que quería contar en cada una de mis dos novelas, sabía cuál era el tono que debía regir cada una: En EL GUARDIÁN DE LA FLOR DE LOTO buscaba una historia que transmitiese el universo onírico de los lamas, y que lo hiciera (como antes he indicado) desde el entretenimiento, para todos los lectores. Y me lancé a ello (como también he dicho al principio) sin ningún rubor. Me sentía capaz de escribir una de aquellas novelas que había leído en momentos de mi vida en los que el cuerpo (y la mente) me pedían acción, diversión, y además podía barnizar esa acción con la espiritualidad del Himalaya. Era perfecto: aventura y espiritualidad en el mismo paquete. Años después, cuando comencé a escribir EL COMPOSITOR DE TORMENTAS, sentí que mi nueva historia debía transmitir esa dimensión mística de la música que a mí conseguía transportarme, emocionarme. Y para recrear mi universo me trasladé 300 años atrás. No porque quisiera escribir una novela histórica (que desde luego no lo es) sino porque el Versalles del Rey Sol y el Madagascar recién descubierto eran dos escenarios que me aportaban la magia y el romanticismo que requería mi historia: VERSALLES parecía en sí mismo el escenario de una tragicomedia, o un fotograma de un cuento de Perrault, con representaciones de ópera al aire libre, músicos encaramados a los árboles, tocando por encima de los cantantes, como ángeles en los manzanos del edén, y elefantes engalanados con telas de oro, regalados por reyes mogoles, paseando bajo los fuegos artificiales que ponían fin a las fiestas. Y, sobre todo, un soberano (el Rey Sol) que quería conquistar el mundo con el arte como arma.

Y el MADAGASCAR inexplorado resultaba perfecto para acoger la melodía del alma, que es el tesoro alquímico que persiguen los personajes, el cual se presupone resguardado oralmente por las sacerdotisas de una isla anclada en el extremo de los mapas: se trataba de una isla que no había tenido presencia humana hasta después de Cristo, con 200.000 especies endémicas, amén de haber sido un intento de colonia francesa, por lo que tampoco tenía que modificar la historia.

Eran dos escenarios perfectos, localizados en un momento histórico en el que el mundo se abría a la ciencia pero sin llegar a desprenderse de la hechicería medieval. Isaac Newton es uno de los protagonistas, y personifica esa dualidad. Eran los escenarios perfectos para que por ellos vagase mi melodía del alma, una melodía mágica que lleva un poético mensaje de esperanza, bien sea en forma de violines tocados en góndolas por los canales de Versalles o en forma de tambores de Madagascar fundiéndose con el latido de la tierra aflorando en cada planta, en cada animal de la isla.

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