Pocos años más tarde, el Concilio Vaticano II elude definirse en esa cuestión tan espinosa, aunque abre la puerta a la posibilidad de que el origen de la humanidad no esté en una sola pareja, y por tanto propone indirectamente la solución de que el pecado original sea un pecado conjunto de los hombres, o, mejor dicho, una actitud pecadora. Es curioso que para apoyar esta interpretación hagan hincapié en el mismo texto de San Pablo, la Epístola a los Romanos, pero cambiando de versículos. En Romanos, 1, 21, leemos:
‘…porque habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios, se volvieron estúpidos…’
La Iglesia no sólo soluciona el problema del pecado original, sino que incorpora la idea de la evolución como propósito divino, un proceso ascendente y progresivo en el que el hombre figura como el ser más perfeccionado y no sólo físicamente. Para Benedicto XVI ‘no somos el producto casual y sin sentido de la evolución, sino que cada uno es el fruto de un pensamiento de Dios’. Lo que está claro es que la causalidad del proceso es precisamente el punto permanente de fricción entre evolucionistas y religiosos. Para unos, la dinámica de la evolución es ciega, y para los otros todo adquiere sentido en función del designio de Dios. Al menos, parte de la comunidad religiosa ya no habla de la evolución como de una teoría discutible sino que la acepta como un hecho cierto, tan cierto como la gravedad.
Decía don Pío Baroja al definir con magistral ironía a la sociedad española de los últimos siglos: ‘Españoles, siempre detrás de los curas, unas veces con un cirio, otras con un palo’. La historia nos ha enseñado que ninguna de esas dos posturas es buena, y tal vez haya llegado el momento de pensar en dejar de ir detrás de los curas, para empezar a caminar juntos, unos al lado de otros. Además, ya he dicho que las críticas a la teoría de Darwin no proceden sólo desde el campo de las religiones.
En ese sentido, el primero que hizo gala de una enorme honestidad fue el propio Darwin, quien dedicó no pocas páginas de El Origen de las especies a desgranar las pegas de sus propios argumentos. Uno de los principales escollos que él mismo veía para su interpretación de la evolución como un cambio lento y gradual era la falta de fósiles de transición, cosa que los movimientos religiosos siempre han usado como caballo de batalla. De acuerdo con sus postulados, las especies están continuamente adaptándose al medio ambiente en el que viven, de modo que a lo largo de los millones de años de su existencia deberíamos poder identificar en el registro fósil infinidad de pasos intermedios entre un estado y otro de su evolución. Debería de haber cientos de ejemplares intermedios entre una especie y otra. En el registro fósil al que Darwin tuvo acceso no se distinguían esos múltiples pasos, pero él lo achacó a que hacía muy poco tiempo que la ciencia se dedicaba a recolectar y a ordenar fósiles, y por tanto el registro tenía que ser necesariamente incompleto. Darwin creía sinceramente que con el tiempo se solucionaría el problema.
Sin embargo, lejos de solucionarse, a medida que la ciencia amplía sus conocimientos, el problema parece que se agrava. Da la sensación de que los saltos son una constante en el proceso evolutivo, saltos de consecuencias más profundas que el lento cambio gradual. El primer caso relacionado con un salto es la misma aparición de la vida. En los primeros 600 millones de años, de los 4.500 que tiene la tierra, no se ha encontrado ni un rastro de vida. Sólo a partir de los 3.900 millones de años se encuentran restos de bacterias, seres unicelulares sin núcleo, y no hay nada más en los siguientes 1.400 millones de años.
La primera célula eucariota, es decir, célula con núcleo, células como las que conforman el organismo de todos los presentes, aparecen en la tierra hace 2.500 millones de años, y no precisamente gracias a la selección natural, sino, tal y como ha demostrado la microbióloga Lynn Margulis, producto de una simbiosis. Es decir, la célula con núcleo no surgió por un lento proceso de cambio de una bacteria preexistente, sino que una vez en la historia de la vida, en un momento determinado y debido a causas desconocidas, se unieron tres bacterias con diferentes cualidades para formar un nuevo ser. |