Para hacernos una idea, echemos un vistazo a la teoría de Jean-Baptiste de Lamarck, una teoría de la que el propio Darwin se declaró seguidor en un principio. Defendía Lamarck que el uso de las facultades creaba los órganos. Les pondré el ejemplo clásico: ¿Cómo han llegado las jirafas a desarrollar un cuello tan largo? Según Lamarck, en un momento dado, una especie de antílope empezó a estirar el cuello para alcanzar a comer los tiernos brotes de las ramas altas de las acacias, y ese esfuerzo físico se transmitió de alguna forma a la siguiente generación. Como los sucesivos descendientes incidieron en el mismo ejercicio, la especie fue desarrollando poco a poco un cuello cada vez más largo, hasta alcanzar el aspecto que conocemos hoy en día.
Esta hipótesis se desechó porque los caracteres adquiridos a lo largo de la vida, en principio, sabemos que no se heredan. Podemos estar seguros de que el hijo de Rafael Nadal, por ejemplo, nacerá sin tener ni idea de jugar al tenis, y puede que los de Mark Spitz prefieran pasar el verano en la montaña antes que al borde de una piscina. Sí, han oído bien, supongo que es una cuestión generacional. Michael Phelps parece simpático, pero para mí Mark Spitz sigue siendo la auténtica leyenda olímpica. Así pues, la idea del parentesco y del cambio ya estaba en el ambiente, pero faltaba alguien que la dotara de una mecánica y una causalidad razonable.
Charles Darwin estuvo cinco años embarcado en el buque HMS Beagle, de 1831 a 1836. Durante ese tiempo visitó Brasil, Argentina, Tierra de Fuego, Galápagos y Australia. Recolectó fósiles y especímenes de todos estos lugares y anotó sus observaciones sobre el mundo natural que se exponía a su aguda mirada, haciendo especial hincapié en los pinzones y tortugas de Galápagos y los ñandúes de la pampa. Cuando de nuevo puso el pie en su Inglaterra natal, ya tenía la firme convicción de que las especies cambiaban, y de que unas daban paso a otras, pero aún necesitaría más de veinte años para plantear una hipótesis convincente del mecanismo que hacía eso posible.
Empleó Darwin parte de ese tiempo en estudiar a las especies domésticas, las más próximas a nosotros, aquellas de las que conocemos, aunque sea de forma sucinta, el proceso de cambio y adaptación que han seguido. Por ejemplo, sería impensable que un animal como la vaca lechera, con esas ubres descomunales que apenas le permiten andar, sobreviviera en la naturaleza. O las palomas calzadas con plumas hasta en las uñas de sus largos dedos, o esos perritos chihuahua, nacidos con la patológica necesidad de una Paris Hilton que los ampare. Ninguno de ellos sobreviviría al primer envite de una manada de lobos hambrientos.
Gracias a sus observaciones en el entorno doméstico Darwin extrajo dos conclusiones muy importantes. La primera, que todos los seres vivos nacen ligeramente diferentes, que todos y cada uno son portadores de una o varias peculiaridades apreciables. La segunda, que el hombre es quien advierte esas peculiaridades y facilita que se transmitan a la siguiente generación. Es decir, que las especies domésticas han llegado a su conformación actual debido al capricho del hombre, capricho que puede estar relacionado con dudosos gustos estéticos o condicionado por necesidades alimenticias. Volvamos al ejemplo de la vaca. Ya he comentado que en la naturaleza no hay ninguna hembra de rumiante con unas ubres ni medio parecidas. Basta con echar un vistazo a una manada de bisontes europeos o americanos, o de búfalos cafre africanos para constatar que al primer golpe de vista apenas se distinguen las hembras de los machos.
Pero las necesidades alimenticias del hombre no se cubren con un animal capaz de sacar adelante a un solo becerro. Nosotros necesitamos asegurarnos un suministro continuo y abundante de leche, de modo que desde hace 3.000 años, hemos ido apartando las reses que tenían las ubres mayores de cada generación, las hemos alimentado y protegido y hemos facilitado e incentivado su reproducción. Gracias a ese trabajo repetido año tras año, hemos llegado a conseguir verdaderas cisternas con patas. Del mismo modo han procedido los granjeros en la selección del grano y de la semilla en cada cosecha. En nada se parecen el trigo silvestre al que vemos en nuestros campos en verano, ni el maíz, ni los tomates, y no hablo precisamente de cultivos transgénicos.
Ya tenía Darwin claras dos de las cuatro patas de su silla: la descendencia con modificación y la variación. Faltaban las otras dos. Si en el ámbito doméstico el éxito de una variación venía determinado por la voluntad del hombre, ¿qué fuerza podía ejercer ese papel en el mundo salvaje? Las claves de la respuesta se las dieron los trabajos de Thomas Malthus, y de Charles Lyell. |