Cuando empecé a escribir Las caras del tigre, me di cuenta de que tenía entre manos una novela policíaca, aunque sin crimen, una historia de investigación científica, un relato de aventuras y una novela negra, todo ello aderezado con un detonante de ciencia ficción. Dichos así de corrido parecen muchos ingredientes, pero a mi aún me parecían pocos para afrontar el reto de entender qué somos los seres humanos, cual es nuestro papel en la historia de la vida y qué futuro nos espera.
Sé que dar respuesta a semejantes preguntas suena muy ambicioso, y más teniendo en cuenta que no soy biólogo, ni teólogo, ni prehistoriador, ni paleoantropólogo, y que cuando empecé a trabajar en este proyecto no sabía distinguir el núcleo de una célula de una mitocondria. Y ahora tampoco.
Lo que sí tenía muy claro era que la protagonista de la historia tenía que ser una mujer absolutamente normal, inteligente pero tan ignorante como yo mismo sobre estos temas, y que a lo largo de la trama debía aprender lo necesario para resolver el misterio con el que se había topado. Y ¿cual era ese conocimiento básico? ¿Ese punto de partida?
Hice un pequeño sondeo entre mis amigos para ver qué idea tenían ellos del origen del hombre, y la respuesta más frecuente fue la de que el hombre procedía del mono, sin mayores precisiones. Lo más, algunos recordaron el esquema de los libros de texto del colegio, aquel en el que aparece un chimpancé dibujado en el extremo de una raya, un tipo con lanza en el opuesto y entre medias el resto de los homínidos en fila india y cada vez más erguidos. Decidí que ése debía ser el punto de partida de la protagonista de la novela, y a partir de ahí, el primer paso para ampliar sus conocimientos era echar un vistazo a la teoría que dio pie a tal conclusión, una teoría que hace ciento cincuenta años dejó en entredicho la literalidad del libro del Génesis y que cambió de forma drástica y definitiva nuestra percepción del mundo natural.
Como habrán adivinado, hablo de la universalmente famosa Teoría de la Evolución, aunque Charles Darwin, el hombre que la formuló, nunca quiso llamarla así. Darwin era reacio a utilizar la palabra evolución, por un motivo muy concreto. Entre las acepciones que recoge el diccionario del término evolución, destacan la idea de movimiento y de cambio gradual, pero en nuestro subconsciente, la palabra parece que lleva implícita la idea de progreso. Si decimos que algo o alguien ha evolucionado sin especificar más, entendemos que ha mejorado, que está mejor acabado y, por tanto, que es más perfecto. Aplicado a los animales, podríamos llegar a pensar que los hay más o menos evolucionados en función de su situación respecto a otras especies. Por ejemplo, en principio no suena descabellado decir que una musaraña está más evolucionada que una lombriz, pero menos que un leopardo. Y en todo caso, lo que muy poca gente pone en duda es la posición del hombre en la cima de la evolución.
Pero la propuesta de Darwin va por otro lado. Para evitar conclusiones como la que acabo de exponer, Darwin definió su teoría como Teoría de la descendencia con modificación mediante variación y selección natural. Dicho así parece un poco confuso, y nos hace dudar de que Thomas Huxley exclamara cuando leyó El origen de las especies: ¡Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello ! No se apuren, porque les aseguro que dentro de unos minutos a ustedes mismos se les escapará esa frase. Sin embargo, antes de adentrarnos en la teoría de Darwin, no está de más hacer un pequeño repaso a sus prolegómenos.
A principios del siglo XIX, frente a la creencia religiosa de la inmutabilidad de las especies, empezaba a extenderse en los ambientes científicos la idea de que los seres vivos estaban relacionados, de que las especies estaban de alguna forma emparentadas unas con otras. En ese sentido se manifestaban Buffon, Blumenbach, Erasmus Darwin, abuelo de Charles y Jean Baptiste de Lamarck. Sin embargo, esa corriente de pensamiento no lograba imponerse porque no daba con un proceso causal plausible. |