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Con idéntico afán de exactitud con el que en los libros de preceptiva literaria se acercan al argumento, se refieren los diccionarios al término “vagina”, que definen como “un conducto de paredes membranosas, que en las hembras de los mamíferos se extiende desde la vulva hasta el útero”. Pero si la vagina no fuera más que eso, “un conducto de paredes membranosas que en las hembras de los mamíferos se extiende desde la vulva hasta el útero”, ¿qué interés, por Dios, íbamos a tener en meternos en ella? ¡y con la pasión y la violencia con lo que la hacemos! ¡como si nos fuera la vida en ello! y nos va, como lo demuestra la experiencia.
Las palabras están para significar, como el destornillador está para atornillar. Pero lo cierto es que a veces empleamos el destornillador para lo que no es; para matar a alguien, por ejemplo, o para hurgar en un agujero, o para destapar un bote. Las palabras nombran, desde luego, pero matan también y hurgan y destapan; las palabras nos hacen, pero también nos deshacen.
Llevo algún tiempo en la construcción de un diccionario enciclopédico, en el que doy cuenta de esta difícil relación con las palabras. Se trata de un diccionario histórico, en el sentido de que relato en él la historia de cada palabra dentro de mi cabeza. Estoy terminando la “A”, de la que, si me permiten, les pondré algunos ejemplos para abundar en estos mal entendidos que han determinado mi existencia y que han influido sin duda en el hecho de que sea escritor.
Aborto. Cuando mi tía Maruja tuvo un aborto, abría a escondidas el tomo correspondiente de la enciclopedia Espasa que estaba en la habitación de mis padres, y busqué la palabra para ver qué rayos era aquello de lo que en sólo se podía hablar en voz baja. Decía así: “cosa sobrenatural, estupenda, rara o caprichosa, que está fuera de las leyes normales”. De modo que me tía había tenido una “cosa sobrenatural, estupenda, rara o caprichosa que estaba fuera de las leyes normales”. Aquello me excitó y, aunque no conseguí ver en mi tía la cosa sobrenatural por ninguna parte, supuse que la ocultaba debajo de la ropa y de la ropa interior, para ser más exactos. En el citado artículo de la enciclopedia Espasa se afirmaba también que las mujeres que habitaban en las montañas de los bosgos estaban más predispuestas a aborto…
Abotargar. Mi padre tenía un hermano obeso y abotargado; su torpeza constituía una fuente inagotable de reproches familiares, “no te abotargues, que hay que trabajar”, o bien, “no duermes la siesta que luego estas abotargado toda la tarde”. Cogí pánico al abotargamiento. Un día en clase de matemáticas me quedé dormido durante unos segundos y, al despertar, me sentí abotargado, lo que me produjo uno de los momentos de terror más grandes de mi vida; llegué a casa convencido de haber heredado aquella repugnante enfermedad familiar, pero dispuesto a combatirla, me volví un crío hiperactivo, no paraba de hacer cosas, de subir y bajar las escaleras, de correr de un lado a otro sin ir a ningún sitio. Mi madre, preocupada por aquel cambio súbito, me llevó a un medico que me recetó unos ansiolíticos, que me abotargaban y que producían obesidad como efecto secundario. Comprendí de muy joven, pues, que cuanto más deprisa huyes de lo que temes, antes lo alcanzas. Ya de mayor, estaba saliendo con una chica estupenda de la que me había enamorado hasta el tuétano, cuando un día en un autobús, completamente lleno, en el que nos dirigíamos a la facultad de filosofía y letras, me dijo que si permanecía mucho tiempo de pie se le abotargaban las piernas. Y allí acabó todo. No hubiera seguido con ella ni aunque me hubiera jurado que procedía de los vosgos (veáse aborto). |