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Hay palabras que viven asociadas entre sí formando un próspero negocio lingüístico que se transmite de padres a hijos. Pero, decíamos, que en las frases hechas podrían haberme hecho un daño irreparable del que me salvó el lenguaje de la ferretería y el de la medicina. Mi madre que era muy partidaria de las enfermedades; tenía la mesilla de noche llena de medicinas, a cuyos prospectos debo todo lo que sé. Mi padre, por su parte, coleccionaba herramientas; no podía pasar por delante de una ferretería sin detenerse frente a su escaparate, con la expresión del que observa un orden moral o escucha unas respuestas a tantas incógnitas que nos afligen, como la de no saber quiénes somos o de dónde venimos. Personalmente, nunca he sabido si el hígado está a la derecha o a la izquierda ni para qué sirven los alicates de punta redonda. Sin embargo, veo los programas de bricolaje de la televisión y escucho los de salud de la radio y no porque espere obtener de ellos la solución a mis problemas digestivos ni a mi torpeza para arreglar enchufes, en lo que confío mientras presto una atención desmesurada a los síntomas del "prolapso uterino" o a las características del "destornillador de estrella" es el recibir una revelación de carácter transcendental. Eso es porque las personas que intervienen en estos espacios de la radio, de la televisión, se refieren a la "rinitis crónica" o a la "llave de tubo" con una pasión que, en principio, no correspondería al objeto del que hablan. Me recuerdan a mi padre y a mi madre para quienes las herramientas y los síntomas constituían una religión.
Dejo ahí la idea de quien la quiera aprovechar y retomo el hilo de mi relación con las palabras. Quizás ustedes habrán notado, como yo, que llega en la vida un momento en el que vas en el autobús y escuchas una palabra cualquiera, "colcha" por ejemplo, y enseguida empiezan a desfilar por el interior de tu cabeza las "colchas" de tu vida. Quizás recuerden las primeras, destinadas más al abrigo que al adorno. Una de ellas tenía un tacto semejante a la que había en el último hotel en el que hiciste noche, un tacto áspero, como de terciopelo descortés, grosero. Quizá no resistes la tentación de pasar la lengua por su superficie, para recuperar el sabor del insomnio infantil, del miedo. Y si escuchas la palabra "reloj", te acordaras, sin duda, de aquel péndulo que daba los cuartos y las horas en la casa de tus abuelos, donde pasaste la escarlatina y las paperas.
A lo mejor estás en un bar y alguien pronuncia cerca de ti la palabra "pasillo"; entonces, aun sin cerrar los ojos, se te aparecen los "pasillos" de tu vida; aquel por el que trotaban las campanadas del "reloj" del péndulo mientras te tapabas la cabeza con la "colcha" de tacto áspero para no oírlas cabalgar hasta tu cuerpo; o aquel otro, por el que a partir de cierta hora de la tarde comenzaba un tráfico intenso de fantasmas; pero también uno, el pasillo de un burdel, por ejemplo, en el que te extraviaste para siempre, del que a lo mejor no has salido. Y si piensas en ese "vaso" que ahora te llevas a la boca, quizá recuerdes uno de aluminio, cuyos bordes fríos como los labios de un difunto, sabían a electricidad.
A partir de cierta edad, las palabra son como las teclas de un ordenador; las pronuncias con la punta de una lengua y aparece en la pantalla de la memoria un directorio de "colchas", de "relojes", de "pasillos" o de "vasos", que constituyen los diferentes fragmentos de tu biografía. Entonces, comprendes que tu relación con el mundo está basada en un conjunto de malentendidos provocados por las palabras, por el modo en que las escuchaste por primera vez, por lo que te sugirieron, por el daño que te hicieron, por las operaciones que tuviste que llevar a cabo para digerirlas. Entonces, te das cuenta que las palabras, que son la herramienta para comprender el mundo, son también las que te extrañan de él. Nombra una cosa, sí, y te la acercan; pero sólo en la misma medida en que te alejan de ella.
Las palabras son las embajadoras de la realidad, porque no hay otro modo de relacionarse con ella, con la realidad, que a través de las palabras. Pero estas embajadoras son con frecuencia, estrambóticas, contradictorias, difíciles; tienen un significado fuera de ti y otro dentro de ti; las palabras tienen una doble vida. ¿Cómo se pueda llamar, por ejemplo, "sentina" a una cloaca? Si tu dices "sentina", y parece que te estas refiriendo a una cualidad del alma. ¿Cómo se puede definir el argumento como "una subestructura sintagmática que, junto con la estructura paradigmática que son los personajes, forman la estructura subyacente de cualquier narración? Pues tal es la definición de los expertos, hecha sin tener en cuenta que el argumento, como decía Robert Musil, es la sombra de la novela, como el dolor es la sombra de la enfermedad. Y todos sabemos, por cierto, desde la lectura de El hombre que perdió su sombra que no se puede vivir sin sombra, ni quizá sin dolor. |