![Javier Moro Javier Moro](../../images/jjose-millas.jpg) |
Había, en fin, palabras colibrí, y palabras rata, y palabras pan, y palabras miedo, con independencia de lo que significaran oficialmente. Las palabras tenían sabor, textura, volumen. Las había imposibles de tragar, como el aceite de ricino, y las que entraban sin sentir como un licor dulce; las que curaban y las que hacían daño; las que dormían y las que despertaban; las que proporcionaban inquietud o paz; había palabras que mataban.
Hace unos años estaba escribiendo un artículo cuando entró mi hijo pequeño en la habitación y me preguntó qué quería decir "efímero". A veces, en lugar de con una palabra, venía con un insecto para que yo le dijera su nombre. Cuando un niño abre la mano y te muestra un escarabajo es como si tú mismo vieras por primera vez ese escarabajo, y cuando te muestra una palabra es como si no la hubieras oído nunca hasta ese instante; "¡efímero!" No siempre traía insectos o palabras, a veces llegaba a casa con objetos cuya utilidad ignoraba. Yo tenía la costumbre de preguntarle de dónde había sacado tal cosa, o tan animal porque no es lo mismo hurgar en la caja de herramientas que en la basura. El mismo objeto significa cosas diferentes según proceda de un sitio u otro, y con las palabras sucede lo mismo.
-¿De dónde has sacado esa palabra le pregunté?
No me lo quería decir. Le presioné.
-De un libro, dijo al fin.
-¿De qué clase de libro?
Insistí. No me gustaba que fuera recogiendo palabras por ahí de cualquier sitio; las palabras transiten multitud de infecciones; una vez contagiado caen sobre ti las enfermedades oportunistas -las frases oportunistas, cabría decir-, estas perdido. No es lo mismo encontrar la palabra efímero en un poema que en una esquela. Le dije, al fin, que algo efímero era algo que no duraba y le serví tres o cuatro sinónimo: fugaz, perecedero, provisional.
-¿La vida es efímera?
Preguntó, entonces, y comprendí que había sacado la palabra de dónde no quería.
-La vida es muy larga, hijo, -le respondí.
-¿Las horas son menos?
-Lo son,- añadí, recordando aquel verso de Borges, "la vida es corta aunque las horas son largas". Me miró con gesto de preocupación. Luego me dio las gracias y se fue, olvidando la palabra sobre la mesa.
Mi madre decía con frecuencia una frase que a mí me encantaba: "en esta casa somos muy cafeteros". Solía emplearla como respuesta a los halagos que de su café hacían las visitas. A mí me parecía bien que en casa fuéramos muy cafeteros, ya que no podíamos ser otra cosa. Mi padre por su parte cuando veía en la televisión a un negro, solía decir: "los negros llevan la música en la sangre". Lo decía con tanta pasión que parecía que hablaba de nosotros, de manera que llegué a pensar que éramos negros, lo que tampoco era raro siendo cafeteros. Crecí con la idea de que en el colmo de la personalidad, consistía en ser cafetero y negro al mismo tiempo.
Transcurrieron los años y mi padre alquilaron una casa con goteras en la Sierra de Madrid para pasar el mes de agosto. Continuábamos siendo muy cafeteros y los negros seguían llevando la música en la sangre, pero mi horizonte se amplió con una nueva frase utilizada masivamente por mi madre. Decía "aquí, a media tarde, te tienes que poner una rebeca en pleno mes de agosto", que mi padre completaba con esta otra "y dormimos con manta". Así que, además de ser negros y cafeteros, lo que tenía cierta lógica, ahora vivíamos en un lugar donde había que ponerse una rebeca a media tarde y donde dormíamos con manta. Ponerse una rebeca y dormir con manta en pleno mes de agosto, proporcionaba un prestigio incomprensible. ¿Por qué sino lo repetían tanto? Estábamos llenos, en fin, de atributos. Los padres de algunos de mis compañeros veraneaban junto al mar, en casas de verdad y tenían coches excelentes, pero yo les miraba por encima del hombro, porque no eran negros, ni cafeteros, ni se ponían una rebeca en agosto, ni dormían con manta.
No sé en qué momento descubrí la expresión "frase hecha", pero fue como una caída del caballo. Comprendí, de golpe y con horror, que toda mi educación, que toda mi percepción del mundo, por lo tanto, estaba montada sobre un conjunto de frases provenientes de las tiendas de todo a cien, que aunque entonces no se llaman así, ya existían. Comprendí también por qué mi abuela decía todo el rato "no somos nadie". Y es que no éramos, en efecto, nadie y, por eso mismo, éramos cafeteros y negros, y llevábamos una rebeca, dormíamos con manta, etc. Las frases hechas podrían haberme causado un daño irreparable. "Daño irreparable", por cierto, una excelente expresión acuñada. La colecciono junto a "gas Natural", "penosa enfermedad", "paquete intestinal", "masa encefálica", "placa bacteriana", "aguas fecales", "encarnizamiento terapéutico". |