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D. Juan José Millás

Escritor y periodista

Los objetos nos llaman. La mirada de Juan José Millás

En Bilbao, a 24 de noviembre de 2008
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Javier Moro

Voy a leer un texto que cuenta un poco cuál ha sido mi relación con las palabras, desde que empecé a usarlas, y que dice así.

Aunque no tuve nada que ver con la muerte de Rainiero de Mónaco, se dio la circunstancia de que por aquellos días se puso en marcha una campaña dirigida a ensalzar las virtudes del fallecido, en la que, por razones inexplicables, me sentí implicado. Dije, entonces, que el mayor de sus méritos había sido el de sacar adelante un país cuyos nativos se llaman monegascos. Por muy enamorada que Grace Kelly estuviera de este hombre, hay que tener mucho estómago para cambiar el título de reina de Hollywood por el de reina monegasca. Si es que hasta da apuro decirlo; parece un despectivo de la peor especie, cuando no un ruido orgánico. De pequeño padecí mucho de la garganta y en el médico me recetó un colutorio -¡vaya palabra también-, con el que tenía que enjuagarme varias veces al día. Pues, bien, aprendí hacer gárgaras pronunciando la palabra monegasco, mientras mantenía una porción del colutorio en la garganta.

¿Cómo lograría Rainiero de Mónaco convencer a los inversores, a los ludópatas, a los especuladores, traficantes de dinero negro, de que les iba a ir bien en un país con ese gentilicio? Pues nos convenció, hasta el punto de que esa pequeña roca tiene hoy más de 100 bancos en las listas de los sospechosos, lo que le hizo a Rainiero tan popular que al coincidir su muerte con la de Juan Pablo II, tuvieron que retrasar su funeral porque muchos de los asistentes al entierro de Woytila tampoco estaban dispuestos a perderse el suyo. Con esto no quiero decir que Rainiero no hiciera otras cosas en la vida, tuvo tres hijos, en cuya educación, a juzgar por los resultados, se dejó muchas energías. La gente cuando los hijos salen bien, dicen que qué suerte ha tenido uno, pero la suerte hay que trabajársela. Si estas en casa cuando vuelves del colegio, y les ayudas hacer los deberes, y los llevas el sábado al casino y les enseñas a lavar el dinero desde que les salen los dientes, tienes muchas posibilidades de que se conviertan en individuos de provecho.

Cualquier persona con unos orígenes como los de Rainiero es decir, con unos orígenes monegascos, habría tirado la toalla al escuchar por primera vez su gentilicio. Él, por el contrario, convirtió un lugar monegasco, monegasco, ¡qué horror!, en un paraíso fiscal, donde hay 32.000 habitantes y 340.00 cuentas corrientes. Ahí están su obra y su dinastía de príncipes y princesas fiscales para corroborar lo que decimos. Pero no todo el mundo es tan valiente. Yo he tenido una relación muy conflictiva con las palabras, con el lenguaje en general. De pequeño, por ejemplo, no comprendía por qué mis hermanas siendo chicas comían garbanzos, en lugar de garbanzas, o por qué a los chicos nos daban remolacha en vez de remolacho. Construí un mundo imaginario en el que había aspirinos y aspirinas; las primeras para los hombres y los segundos para las mujeres; y sillas y sillos; pues si le daban tanta importancia a la división sexual, lo lógico es que hubiera también asientos machos y hembras. De hecho, había colegios de chicas y chicos, aunque los de las chicas, incomprensiblemente, no se llaman colegias. ¿Cómo era posible que una lengua y una sociedad tan sexuada como la nuestra, cometiera unos fallos o quizá unas fallas de este calibre? Todo el mundo muy pendiente de que los niños no jugásemos con muñecas ni las niñas con tanques y, sin embargo, se obligaba a las mujeres a viajar en el metro en vez de en la metra, y a los hombres a subir en el tranvía en lugar de al tranvío.

Angustiado por esta imperfección que acababa de descubrir en mi lengua materna, miré a mi alrededor y vi una vecinita leyendo un cuento cuando debería haber ahí una cuenta, y a un hombre rascándose la rodilla cuando debería haberse rascado el rodillo. Leído desde esta perspectiva, el mundo era un disparate, estaba todo patas arriba. Recuerdo que llegué a casa y le dije a mi madre que todo estaba mal. Cuando le expliqué por qué, me pidió que no le dijera nada a mi padre, que no le dijera nada a nadie que ya se encargaría ella de arreglarlo. Mi madre no arregló el mundo, pero yo entendí que había metido el dedo en la llaga; que había tocado un punto extremadamente sensible de la constitución de la realidad y que debía callar y hacer como que no me había dado cuenta.

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