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D. José Luis Pardo

Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid

Esto no es música. El malestar de la cultura de masas

En Bilbao, a 25 de febrero de 2008
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Laurentino Fernández

O sea, que la crisis del teatro, en el fondo, es ésta, es decir, es que ya ninguna obra de ficción puede competir con la retransmisión en directo, con la caída de las Torres Gemelas. Claro, esto es imposible y, por lo tanto, la cuestión es: los hombres pueden ser malos, pero la idea era buena. Eso es, el veneno más horrible que se ha extendido sobre la tierra es completamente al revés: los hombres, en fin, generalmente son buenos, casi todos, todo lo bueno que pueden ser los hombres, sin exagerar. Es la idea la que es mala, es la idea la que les va corrompiendo, un día tras otro, y exigiéndoles un sacrificio tras otro, y hace de ellos criaturas insensibles al dolor y al degolladero en el que se meten. Y, ¿qué idea es esa tan mala? Pues es la idea de que el sufrimiento es una inversión rentable, rentable a corto o a largo plazo -últimamente a corto plazo-, porque, en fin, los plazos son muy cortos, en general. De esto, creo, que el que se dio bien cuenta fue Nietzsche y se le ocurrió una fórmula formidable, que es la fórmula de acabar con la historia universal. Es decir, Dios ha muerto. Esa frase de Nietzsche significa se acabó la historia universal.

Muchas veces se ha observado hasta qué punto, en fin, Así habló Zaratustra , de Nietzsche, tiene muchas reminiscencia del Nuevo Testamento; y no es extraño. Es que el Zaratustra de Nietzsche un poco como Jesucristo, que ha venido al mundo a proclamar el estado de felicidad, es decir, ha venido al mundo a decir a los hombres "abandonad vuestros afanes, abandonad la idea de que tenéis que saldar una cuenta, de que tenéis que compensar el sufrimiento de vuestros antepasados", No se acabó, toca ser felices, y toca ser felices ahora, como decía Jesucristo, "gozad mientras yo esté con vosotros, porque estaréis tristes y llorosos cuando me haya marchado".

Entonces, la felicidad es una cosa extraordinaria. No vamos a negarlo, pero muy peligrosa. Imagínense ustedes un padre de familia que fuera feliz. ¿A dónde llevaría su familia? Claro, no iría a trabajar para empezar. O un gobernante que fuera feliz -a veces cuando hemos sonreído a nuestro presidente, un poco con esa sonrisa un poco desencajada, nos preocupamos-, un gobernante que fuera feliz podría llevar a su pueblo a los desastres más horribles. De manera, que esta idea de Nietzsche, por una parte es una muy buena noticia, es decir, no, la poesía no tienen que convertirse en historia, sino que, al contrario, es la historia la que debe convertirse en ficción; en ficción puramente poética. Es, por otro lado, una mala noticia, porque significa el sufrimiento no será compensado. No hay compensación posible para el sufrimiento.

Fuera cual fuera el alcance que el propio Nietzsche confería a esta solución, más o menos estética, sus herederos pensaron que con esto podían hacer una solución política y lo que hemos visto en las últimas décadas es la manera como estos argumentos han sido perfectamente instrumentalizados. Precisamente, para justificar el desmontaje del estado de bienestar y del estado de derecho. En realidad, para desactivar las conquistas históricas y, como esas imágenes se han convertido, digamos, en imágenes que nos recuerdan que, a lo mejor, en vez de suprimir la distinción entre poesía e historia, bien sea por un lado o por otro, lo que habría que luchar es por conservarla. O sea, que, finalmente, los que se empeñan en ver en la promoción de la igualdad que estaba muy jocosamente exaltada en aquella foto del álbum de los Beatles.

La causa de la tan llorada, de la desaparición de la tan llorada cultura del esfuerzo o del sacrificio, pues, deberían recordar que durante siglos, los que más se han sacrificado y los que más se han esforzado, son los que menos recompensas han obtenido, y que no hubo un momento histórico en el cual las compensaciones y los sufrimientos estuvieran equilibrados. El único momento, el único minuto durante el cual tuvimos la sensación de que un esfuerzo noble podría recibir una recompensa justa, fue aquel instante histórico en el cual las políticas sociales de gran ambición proporcionaron un alivio a los que habían vivido siempre presionados por la necesidad. Y deberíamos, quizás, considerar la posibilidad de que el descrédito de la cultura del esfuerzo no procede tanto de las extrañas ideas de algunos intelectuales malintencionados, sino, quizá, de la experiencia que hacemos todos los días, cuando vamos a un hospital, cuando dejamos a nuestros hijos en las aulas de la escuela publica, o acudimos a un quiosco de prensa y observamos que, por así decirlo, ya no nos dan lo que nos daban antes.

El malestar, digamos, la inquietud que ahora nos produce la portada del Stg Peppers, no procede sólo de la nostalgia de aquellos tiempos felices; es decir, la igualdad que se celebraba en esa portada se nos ha vuelto insoportable, porque es demasiado costosa para la nueva condición de miseria en la que nos encontramos, en medio de esta opulencia tecnológica. Al verla, se hace evidente que se han instalado entre nosotros un malestar completamente nuevo, cuyo origen, desde luego, es, inmediatamente, los desperfectos producidos por el repliegue de la democracia social y su sustitución por el estado de bajo coste, la fluidez laboral, la fluctuación financiera, las políticas de la identidad.

Todo esto es mucho más adecuado para las querellas diabólicas de los Rolling Stones que no dejan de tener éxito. Nadie que viva de la política se atreverá a decir públicamente que el estado de bienestar es un proyecto terminado, por miedo a perder su clientela y a tener que cerrar el negocio. Pero eso, precisamente, incrementa el malestar. Esa especie de zumbido sordo de una multitud que, cada vez que acude a un tribunal de justicia, cada vez que acude a un quiosco de prensa, como antes decía, a un hospital, se da cuenta que la cultura de bajo coste ya no es capaz de proporcionar ese tipo de servicios. Y, seguramente, lo que nos hace apreciar las canciones de los Beatles, que envolvía aquella un poco sicodélica funda del Stg Peppers, como modelos que siguen siendo prototípicos de la mejor música popular que se ha hecho en el siglo pasado, es que, además, de infringir todas las normas conocidas del mercado discográfico y de contener el canon que, de suyo, no se puede oír, de lo que es una melodía de la música popular contemporánea. Forma parte de su bondad el hecho de que también podemos escuchar en ellas esa especie de regla de justicia a contratiempo, desacompasada, gracias a la cual un día los negros se olvidaron de que eran negros, y Elvis o Lennon dejaron de reparar en que eran blancos. A ver quién es hoy capaz de olvidarse de una cosa así.

 

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