 |
Escribía una vez Schopenhauer, hablando de su tiempo, naturalmente, decía "ya no es posible en Alemania leer un libro en el que salga la palabra idea sin que uno, cuando lee idea, sienta como si ascendiera en un globo hacia un espacio estratosférico, donde le falta la respiración". Y, por otra parte, del género de libros que escribían Platón o Aristóteles tampoco es fácilmente catalogable, quiero decir. Mucha gente piensa que Platón escribió su obra en forma de diálogos para hacer la filosofía algo así como más amena a sus lectores; o sea, mucha gente piensa que la forma estricta de los escritos filosóficos es la del tratado y que Platón, bueno, estilizó esta forma para ampliar el número de sus lectores. Pero esto no es verdad y cuando Platón empezó a escribir no existía ninguna forma canónica de texto filosófico, ni tampoco existía la forma diálogo como género literario. De manera que se tuvo que inventar las dos cosas, y si uno se pregunta ¿de dónde pudo Platón sacar la idea de escribir diálogos?, pues, obviamente, la respuesta no puede ser más que una: del teatro. En el teatro griego del siglo IV estaba ya muy desarrollado el diálogo. O sea, vista desde nuestros prejuicios actuales, podríamos reprocharle a la hora de Platón que mezcla la filosofía con el teatro, la verdad con la ficción, la razón con el mito y la alta cultura con la chusma seudo intelectual de los sofistas, que llenan las páginas de su obra con absoluta audacia.
Claro, hay otras obras filosóficas que uno, diría, más adustas, como las meditaciones metafísicas de Descartes, o la ética de Spinoza, o la ciencia y la lógica de Hegel. Pero estas obras, que ahora nos pueden parecer un modelo más o menos canónico de discurso sistemático -sobre todo se lo parecen a los que no lo han leído-, fueron en su momento completamente revolucionarias y completamente innovadoras en su forma. En el momento de su aparición se consideraron tan extravagantes, como en el momento de su aparición, unos cuantos años después, se considerarían, pues, El capital, de Marx o Así habló Zaratustra , de Nietzsche, Fíjense, dos obras que no tienen nada que ver entre sí y que tampoco tiene nada que ver con la Ciencia de la lógica de Hegel o con la Summa theologae de Tomas de Aquino, pero que, sin embargo, forman indiscutiblemente parte de la imagen que nos hacemos de lo que es y de lo que no es la filosofía. O sea, que he dibujado este contexto, que no consiste más que, en fin, en esclarecer un poco qué es esto de los libros de filosofía, pues para que resulta mi libro menos raro, y que, en todo caso, si resulta raro no parezca que es raro. Porque yo no soy raro, sino porque la filosofía es peculiar; tiene mucho de experimento y los libros de filosofía siempre son experimentales.
Yo, desde que empecé a escribir este tipo de libros, que ya hace más de 30 años, y que son los únicos que sé escribir, para mí la cuestión siempre ha sido ésta: cómo escribir un libro de filosofía, hoy, que sea, a la vez, incuestionablemente, un libro de filosofía y que sea, a la vez, incuestionablemente de hoy; que les diga algo a los que van en el mismo barco que yo, a los que son mis contemporáneos. Y cómo escribirlo, no a pesar de lo que está cayendo, sino, precisamente, con lo que está cayendo. Porque está cayendo, y mientras no deja de caernos encima, porque también hay, seguramente, mucha gente que piensa que la filosofía es algo que ya está hecho y que uno sólo puede referirse a ella en pasado. Un poco como sucede con el repertorio de la opera. ¡Qué bella es Norma!, ¡qué grande es Aida!, ¡qué sabio es Aristóteles y qué bonita es la filosofía!
Claro, esta manera de referirse a la filosofía como si fuera algo del pasado, esta manera de expresarse en público algunos profesores de filosofía habitualmente, como me decía en cierta ocasión un colega muy agudo, para los que estamos en activo, es letal. Porque es absolutamente falso que la filosofía ya esté hecha y es falso, incluso, de la filosofía que ya está hecha, digo de la filosofía del pasado, de la de Platón o de la de Spinoza o de la de Kant. Es decir, estos nombres no designan en absoluto textos cerrados, que nos fueran perfectamente accesibles como una colección de estatuas más o menos magnificentes, sino, todo lo contrario, para entender a Platón o a Spinoza o a Kant es preciso sacarles de ese corsé almidonado de terminología técnica en el cual duermen el sueño de los justos y donde permanecen, digamos, a salvo de nuestras preocupaciones y nosotros a salvo de ellos. Es preciso que incidan sobre nuestro pensamiento, y para eso hay que quitarse los coturnos platónicos y spinozianos y kantianos y encontrarnos con ellos en un terreno en el cual vuelven a estar vivos y a decirnos algo. Y eso es terriblemente difícil. |