Yo no estoy seguro
de hablar de forma genérica del intelectual: el intelectual
es una caracterización que no acabo de precisar ni
de comprender. Yo no soy un intelectual; me defino
fundamentalmente como filósofo; reivindico, esto sí,
esa cierta libertad de pensamiento que es connatural
con la filosofía, pero reivindico fundamentalmente
una tradición y un oficio. Creo que la filosofía es
una de las formas del espíritu y me gustaría hablar
de esto en primer lugar, para luego pasar a la política
como una de las formas de la filosofía y, en tercer
lugar, hablar del presente español desde estas dos
premisas.
La filosofía es una
de las formas del espíritu. Esto, ¿qué quiere decir?
La noción de espíritu es muy complicada y no voy a
definirla con una pretensión teórica, sino más bien
funcional. Espíritu es todo aquello que afirma su
voluntad de permanecer y de trascender la vida finita
del ser humano. Espíritu es aquello que queremos que
alguien herede cuando no estemos aquí, aquello que
nos trasciende de alguna manera y aquello que por
su dimensión de ser sentido, de ser pensado, revivido,
recreado circula entre los seres humanos en libertad.
Por lo tanto, el espíritu no vive dentro de lo que
se llama la aceleración del tiempo, el espíritu retrasa
la aceleración del tiempo; podíamos decir que es una
de aquellas formas, que Pablo dice en una de sus cartas,
hablando de aquello que retiene el tiempo y hace que
no corra tanto.
Desde este punto de
vista la filosofía tiene una estructura compensatoria:
todo nuestro tiempo corre y corre de forma acelerada,
de manera que en muchas ocasiones nos propone algún
paisaje que parece que no vamos a conocer ni reconocer;
ante lo nuevo, lo completamente nuevo, en un desequilibrio
entre lo que tenemos a las espaldas y lo que tenemos
en el futuro; lo ignoto del futuro, que la ciencia
ficción a veces nos quiere proponer en un anticipo,
esto es lo que quiere disolver un poco cualquiera
de las formas del espíritu. Y entre ellas, hegelianamente
hablando, yo destacaría tres: la religión, el derecho
y la filosofía. Todas ellas sólo viven porque contienen
el paso del tiempo, generan un pasado que deja algún
tipo de experiencia. La filosofía es una de ellas,
es una de esas formas de compensar nuestro tiempo
acelerado. Desde este punto de vista, como cualquier
otro poder o elemento espiritual, la filosofía vive
en todas las dimensiones de la historia.
De allí que tenemos
la inclinación de invadir los terrenos de los historiadores,
la filosofía no puede vivir fuera de su historia,
justo porque tiene un depósito del pasado, justo porque
detiene el paso del tiempo, detiene la fugacidad del
paso del tiempo, genera una experiencia que se proyecta
hacia el futuro como una expectativa. La filosofía
cree en el tribunal de la historia -no hace falta
ser Schiller para hablar del juicio final de la historia-,
pero la filosofía, en la medida en que enseña como
la religión, como el derecho, a controlar el tiempo,
está en condiciones de tener expectativas de simular
o de pensar en el largo plazo y está en condiciones
de darse cuenta que, cuando los seres humanos y las
comunidades entran por determinados caminos, hay que
empezar a pensar en el final de la experiencia. Ya
hay que trabajar y laborar por el momento de la reconciliación.
A mí me hace mucha
gracia la actual orientación de la memoria histórica,
que no hace memoria de los que hicieron memoria. No
existe ni uno sólo de los actores de uno y otro lado
de la guerra civil española que cuando haya escrito
sus memorias no se haya acusado, se haya sentido culpable;
a posteriori. En cierto modo, la filosofía anticipa
estos procesos. Hay caminos que no llevan a ningún
sitio y cuando el filosofo con una experiencia histórica
ve que se avecinan, lo más importante es trabajar
como si ya se hubiesen cumplido, y comenzar a laborar
en las formas de la reconciliación, en las formas
de la mediación; no en las formas del enfrentamiento.
Esto es así, a mi modo de ver, porque, en el fondo,
cuando el filósofo se ha dedicado a la filosofía siempre
ha visto que la estructura elemental de la vida social
es, en cierto modo, el conflicto. El patrón de los
filósofos como Sócrates sabe que las sociedades viven
en el conflicto de la misma manera que el patrón de
los hombres religiosos, Jesucristo, sabe que existe
verdaderamente también el conflicto; la diferencia
bien-mal. Sócrates y el filósofo casi comparten el
mismo destino que Cristo y el Gran Inquisidor de Dostojevski.
Dostojevski dice que si Cristo viniera, sería preferido
una vez más Barrabas a su propia figura y los filósofos
sabemos que, en la medida en que nos comportemos de
manera seria, el destino de Sócrates empieza a rondarnos.
¿Por qué es esto así?
Indudablemente porque hay dos maneras de tratar el
conflicto: una, ciertamente, intensificándolo, construyéndolo,
construyendo mediante la intensificación de la diferencia.
Dos, reconocerlo y proponer instituciones para mantenerlo
equilibrado. Es mucho más fácil, es mucho más fácil
mantener un control de la guerra cuando se sabe que
la guerra es inmanente a la historia humana que cuando
se propone un pacifismo a ultranza. Esta es una de
las enseñanzas de la historia humana. La guerra se
limita más cuando se sabe que es una dimensión verdadera
de las sociedades humanas que cuando se quiere negar,
porque el estallido será más grande. Los filósofos
no han inventado grandes cosas en los últimos 2.500
años en relación con la forma de gobernar las instituciones
y las sociedades para evitar que el conflicto sea
muy grande. En realidad, la tesis que emerge con la
Revolución Francesa, según la cual existe una soberanía
absoluta de la nación, es una tesis, aparte de muy
nueva, muy falsa. Los grandes filósofos saben que
los poderes constituyentes no se inventan las constituciones.
Kant hablaba de una constitución ideal y las constituciones
reales se aproximan a ella.