Hoy quiero hablarles de ellos, de los españoles que, muy a su pesar, tuvieron un papel protagonista en el Holocausto. Cuando escuchen mis palabras quiero que tengan en cuenta algo que para mí es muy importante: no soy historiadora, ni siquiera soy una experta en el tema. Soy solamente una periodista y una escritora que se ha asomado a esos acontecimientos con su condición. Disculpen si en algunos casos echan de menos un rigor científico a mis palabras. Hay solamente un absoluto respeto a los datos, pero, vuelvo a decir, no soy una especialista en el asunto. Soy una persona que ha leído mucho entorno al Holocausto, que ha sacado sus conclusiones y que cree que hay mucho que contar todavía sobre el papel de los españoles entre los años 1940 y1945. Yo me he hecho mi particular mapa de esta tragedia y sí me gustaría compartirlo con ustedes.
En otoño de 1940 el gobierno de Vichy decidió que todos los varones de entre 19 y 54 años, que fuesen una carga para la economía francesa, debían ser asignados a las compañías de trabajadores franceses. En aquel momento hay en Francia varias decenas de miles de refugiados políticos, generalmente republicanos españoles, que tras la guerra civil tuvieron que exiliarse a Francia, y 30.000 españoles exactamente fueron víctimas de este decreto. Entonces, se tuvieron que alistar en esas compañías y a medida que esas compañías, en su avance, iban cayendo en manos de las tropas nazis, fueron deportados a diferentes campos de exterminio, que se supone que eran campos de trabajo.
El destino de prácticamente todos los españoles fue el campo de concentración de Mauthausen. Mauthausen está situado en un territorio correspondiente a Austria, en una colina bañado por el Danubio, a 25 kilómetros de Linz, es un lugar idílico, paradójicamente, para emplazar lo que sería una construcción diabólica. Aunque es imposible determinar el número de prisioneros que murieron allí, hay cifras aproximadas, bastante divergentes: unas hablan de 280.000 muertos, otras hablan solamente de 127.000, lo que sí sabemos es que de esos muertos 6.503 eran españoles. Luego explicaremos el por qué de la absoluta exactitud de este dato, entre tantos datos que no pueden confirmarse.
Dentro de los campos existía una clasificación. Mauthausen tenía la clasificación de stufe 3, y oficialmente estaba destinado a elementos antisociales y de imposible rehabilitación. Había otros campos, como Dachau, como Sachsenhausen que estaban clasificados como stufe 1, otros como Birkenau, como Auschwich, como Flossenbürg o Buchenwald estaban considerados stufe 2. Es muy curioso, porque, parece una broma, que dentro del infierno se puedan establecer clasificaciones. Se supone que stufe 3, el grado 3, correspondía a los campos más duros, y a los que se llevaba a la gente única y exclusivamente para morir y, mientras tanto, para servir como esclavos.
La llegada a Mauthausen tenía un protocolo singular, muy parecido al que se desarrollaba en otros campos. Cuando llegaban los prisioneros -lo hemos visto muchas veces en películas, desgraciadamente estamos familiarizados con ese protocolo-, los presos bajaban de los trenes -otros llegaban andando-, tenían que despojarse primero de la documentación, que se le retiraba, después del dinero, después de los objetos personales y, finalmente, de su ropa y sus zapatos. Todo esto era escrupulosamente catalogado, clasificado y supuestamente guardado. Guardado, sí, lo que pasa que, evidentemente, no para devolvérselo después. Después venía una operación de rapado total. Había unos barberos -les llamaban los friseur -, que tenían que encargarse de rapar a estos recién llegados. Después venía una desinfección, con unos polvos corrosivos, que es fácil imaginar el efecto que hacían en una piel irritada por un afeitado en seco. Y después venían las duchas con agua, que podía estar congelada o podía estar hirviendo, según el día y la suerte del que se pusiera debajo de la ducha. A continuación se entregaban a los prisioneros el uniforme del campo, que era el clásico pijama con rayas -el drillich - y una gorra también de rayas, unos zuecos -no necesariamente del mismo número los dos- y no había calcetines y los presos solían fabricárselos con trapos. Además, se les daba una escudilla y una cuchara, de la que tenían que responder, que solían atársela a la cintura porque era frecuente que hubiera robos.