En la trama de mi última novela, 'En tiempo de prodigios', tiene una importancia capital el Holocausto nazi como desencadenante de una buena parte de la historia. Me preguntan muchas veces en entrevistas por qué escogí el tema del Holocausto entre todo el abanico de horrores que ha jalonado la historia moderna de la humanidad y, más concretamente, la historia del siglo XX. Yo contesto siempre que a mí me impresiona profundamente el hecho de que el ascenso del nazismo en Alemania y todos los acontecimientos espantosos que desencadenó vinieran avalados por un proceso democrático, en uno de los países más civilizados del mundo como era la Alemania de la década de los 30.
Cuando gana Hitler las elecciones, Alemania no es una nación subdesarrollada, no es una nación oprimida, no es una nación pobre. Es un país próspero, es un país rico, es cuna de vanguardias artísticas, es la patria de Bach, de Schiller, de Goethe, de Richard Wagner también, y eso no puede por menos que intensificar nuestra incredulidad y nuestra sorpresa ante lo que allí ocurrió. Claro que hubo otros tiranos en el siglo XX: cómo vamos a olvidar a Idi Amin, a Pol Pot; cómo vamos a olvidar a Stalin. Pero ellos, a diferencia de Hitler, imponen su doctrina en países cuyos ciudadanos habían estado histórica y tradicionalmente sometidos a algo o a alguien, a una potencia colonizadora, al yugo de los zares... En el caso de Alemania es completamente diferente, por eso la historia del triunfo del nazismo debería hacernos reflexionar, por eso los alemanes aún no se han perdonado lo que ocurrió en su país a partir de los años 30. Y, en cierta forma, el mundo civilizado tampoco se lo ha perdonado.
¿Saben ustedes que hubiese bastado con algo tan sencillo como bombardear unas líneas férreas en Alemania, para detener parte del Holocausto nazi? Por ejemplo, para detener el funcionamiento de las cámaras de gas en el campo de concentración de Auschwitz, hubiera sido suficiente con bombardear una línea férrea. Nada más que eso. Los judíos del exilio que habían escapado de Alemania y de Polonia en el momento justo para no ser masacrados, habían llegado a Inglaterra y a Estados Unidos y habían hablado y habían contado algo de lo que estaba ocurriendo y se consideró expresamente el bombardeo de esas líneas férreas. Los aliados no lo hicieron. Estaban demasiados preocupados por ganar la guerra para pensar en lo que estaba ocurriendo a un pueblo que estaba siendo masacrado. Pensaron en un puñado de hombres. Era un puñado demasiado grande, pues fueron cientos, fueron miles, fueron seis millones de judíos, aparte de otros colectivos. Los nombres de Dachau, de Bergen-Belsen, donde murió Ana Frank, Ravensbrueck - un campo de concentración exclusivamente para mujeres-, de Auschwitz, o de Mauthausen, quedan para siempre en la memoria colectiva de cientos de personas, de miles de personas. Son uno de los grandes pecados de la civilización actual.
Hacia la mitad de En tiempo de prodigios hace su aparición un personaje que va a cambiar completamente el curso de la novela y de buena parte de los acontecimientos que en ella se van a desarrollar después. El personaje se llama Ignacio Font. Es un español que acaba de regresar del infierno, un hombre que acaba de volver del campo de concentración de Mauthausen y que, tras regresar a España, busca a otro hombre, al que no conoce, para darle cuenta de la muerte de un amigo, al que conoció en el campo pocos días antes de que éste muriera. El personaje de Font no es un personaje real -o, a lo mejor, sí que lo es-; el personaje de Font es una síntesis de esos más de 15.000 españoles que a partir de 1940 fueron deportados a campos de exterminio, manejados por la sanguinaria maquinaria de guerra nazi.