Ser padres es un alarde de optimismo, de confianza en los otros, de conocimiento positivo de sí mismos. Es incentivar la libertad de los pequeños, ejerciendo con responsabilidad la propia. Es buscar ser, siendo, pensar y actuar en búsqueda de una mejoría diaria.
Ser padres es asumir que se educa en todo momento, más con los actos que con la palabra, que la educación es el combustible del alma, que se precisa autoeducarse en el altruismo, autocontrol y autodisciplina, que hay que enriquecer la competencia emocional.
No deseo en estas líneas dar unas píldoras pedagógicas, pues nada se aprende realmente, si no se compromete la propia persona. Y además lo importante -creo- no es aprender muchísimo, sino lo útil, lo esencial, lo positivo, lo que le acerca a ser una mujer o un hombre completo, es cierto que sólo a través de la educación se alcanzan esas cotas emocionales y racionales, por eso se precisa la disciplina, pues viene de «discere», aprender, algo muy opuesto del erróneo «laissez-faire», dejar hacer.
Estaremos de acuerdo, en que un hombre es la sumativa de sus actos, y coincidiremos con aquél Noble español del sigo XVII, que puso en la inscripción de su escudo: «Mis hechos, no mis abuelos, me han de llevar a los cielos».
Tenemos que erradicar las enfermedades biográficas, heredadas, hemos de conformar el currículo de nuestros niños, con los latidos de nuestro corazón, sabedores de que como dijo Montaigne, «el niño no es una botella que hay que llenar, sino un fuego que es preciso encender». Es cierto, un niño, si posee los mínimos puede llegar muy lejos, si le implantamos los medios, ¿no puede volar una mosca a 10.000 m., si la introducimos en un avión?
Ahora bien, el joven, que no se dude, debe ser indócil y rebelde, debe aprender «la parábola de la paloma que creía que sin la resistencia del aire volaría con más libertad. Pero esa resistencia es, precisamente, la que le mantiene en vuelo» (Kant).
Resulta alegremente constatable que las familias hoy son más democráticas y simétricas, en cuanto a ostentación de poder y responsabilidad, buscan además una más pronta autonomía personal de los hijos, no siempre conseguida.
Y sin embargo, en ocasiones se confunde la tolerancia con la permisividad, hemos generado una sociedad de padres «light», que no quieren asumir el rol de autoridad, que exigen del Estado una adopción de un papel tuitivo y castrador de derechos.
Derechos para los niños, todos, pero educándoles en el respeto, la autoresponsabilidad, habiéndoles motivado para el acceso escolar, posibilitándoles la adquisición de los mínimos de atención, escucha, que les facilite ulteriores adquisiciones.
No se olvide a lo largo de la vida, que científicamente hemos constatado que la familia es la institución primaria de socialización más reconocida por los jóvenes. Tan es así, que la transmisión de valores educativos se queda en un diálogo de sordos, cuando el joven no encuentra elementos adecuados para adaptar a su realidad cotidiana esos valores que recibe. Y es que al final, un maestro puede llegar a enseñar, pero se precisa a un alumno que realice el difícil acto de aprender.
Algo importante falla. Si preguntamos a los niños, nos dirán que no son suficientemente escuchados ni queridos. O llevan razón, o les hemos enseñado sólo a exigir y reclamar.
Hemos de mostrar a los niños, nuestra entrega y que poseemos debilidades humanas, inevitables y muy humanas.