En 1072, el rey castellano Sancho II fue asesinado a las puertas de Zamora, cuando intentaba hacerse con la ciudad que estaba en manos de su hermana Urraca. La muerte del rey no parece que alteró mucho la carrera de Rodrigo. Una vez cumplido el deber de enterrarlo, el Campeador se incorporó a la corte de Alfonso VI, que volvió a reunir en su mano la totalidad del reino de León que su padre Fernando había regido. La rapidez con que Rodrigo transfirió su lealtad de Sancho II a Alfonso VI resta verosimilitud a la "jura de Santa Gadea", relato legendario que venía a escenificar la idea de pacto, en el fondo, la idea de democracia originaria y de independencia de Castilla respecto a León.
Durante nueve años, entre 1072 y 1081, Rodrigo Díaz atendió los asuntos que el rey Alfonso VI le fue encargando. Sin embargo, en la primavera de 1081, con la excusa de castigar a unos bandidos del reino moro de Toledo que realizaron incursiones por tierras de Osma y Gormaz, el Cid y su mesnada organizaron por iniciativa propia una expedición de saqueo por tierras toledanas. Para el rey de Toledo, aliado de Alfonso VI, la acción del Campeador era una traición a los compromisos que él había establecido con el rey castellano. Éste lo entendió de igual forma y para complacer al toledano, en el verano de aquel mismo año1081, desterró a Rodrigo.
A partir de ese momento, el Cid se convirtió en un capitán de fortuna cuya actividad, entreverada con reconciliación con el rey en 1086 y nuevo destierro en 1089, se prolongó hasta 1099. Durante dieciocho años, Rodrigo Díaz puso su fuerza al servicio tanto de príncipes cristianos como musulmanes, venció en unas cuantas batallas, se enriqueció con el botín cobrado y, finalmente, estabilizó su existencia de guerrero de frontera ganando a los moros en 1094 la plaza de Valencia, donde se instaló hasta su muerte en 1099. Tres años después, la imposibilidad de conservar la ciudad, movió al rey Alfonso VI a animar a la viuda del Cid y sus guerreros a abandonarla.
De la historia a la memoria del Cantar
Hasta aquí, la historia. Poco más de cien años después de su muerte, en 1207, el Cid histórico se había convertido en el Cid legendario. El responsable último de la transformación fue, sin duda, el autor del Cantar , pero éste no hizo sino recoger y contribuir a la difusión de una memoria histórica que se había ido elaborando desde 1120 y acabó cuajando en la Castilla de Alfonso VIII entre los años 1170 y 1210. Y lo hizo en aquellos momentos porque venía bien a los objetivos e intereses del monarca castellano que preparaba la ofensiva contra los almohades, que culminaría en su victoria de Las Navas de Tolosa en 1212. Como en todo tiempo y lugar, a finales del siglo XII en Castilla, la memoria también servía para algo.
En el Cantar esta memoria estaba compuesta por cinco elementos fundamentales: el héroe victorioso; la fidelidad al rey; la confianza, siempre apoyada en Dios, en el éxito de los cristianos en la pugna con los musulmanes; la funcionalidad de la segunda nobleza, en comparación con la primera de los infantes de Carrión, en la lucha contra el Islam, lo que facilitaba a aquélla su ascenso social y enriquecimiento; y la grandeza de Castilla y de sus gentes.
De esas cinco memorias parciales destiladas por el Cantar de Mío Cid , las cuatro primeras podían haber tenido resonancia social en cualquier momento del siglo que medió entre la derrota de las tropas de Alfonso VI en Uclés en el año 1108 y la redacción final del poema en 1207. La quinta, la grandeza de Castilla y sus gentes, cobró mayor sentido durante los años 1157 a 1230 en que los reinos de León y Castilla estuvieron separados. Repasemos aquellas memorias parciales.
Para empezar, la memoria de la fidelidad de los vasallos hacia el rey. Entre 1108 y 1207, la fidelidad al monarca que reinó en Castilla, unida o no a León (Urraca I, Alfonso VII, Sancho III, Alfonso VIII), estuvo en entredicho en contados momentos. Lo había estado especialmente durante el reinado de doña Urraca. En él, las desavenencias entre la reina y su segundo marido, Alfonso I el Batallador de Aragón, habían favorecido la aparición de facciones que apoyaban a una y otro. En varias ocasiones midieron sus fuerzas. Pero la fidelidad al rey de Castilla también había sido puesta a prueba entre 1158 y 1170, años de la minoría de Alfonso VIII. Incluso una vez que el monarca alcanzó la mayoría de edad, su política no dejó de suscitar algunos resentimientos, particularmente, en los miembros de la poderosa familia de los Castro, que eran descendientes del gran grupo familiar de los "infantes de Carrión" del siglo anterior. Uno de los resentidos contra Alfonso VIII, el noble Pedro Fernández de Castro, tomó parte incluso por el bando almohade en la batalla de Alarcos de 1195, que supuso la derrota total de las tropas del monarca castellano. En semejantes circunstancias, recordar la fidelidad al rey como obligación de todo vasallo bien nacido no parecía impertinente.