"La Historia como disciplina científica es la forma en que una sociedad se rinde cuentas de su pasado". La frase de Johan Huizinga, el inolvidable autor holandés de El otoño de la Edad Media , es, sin duda, un sencillo pero eficaz recordatorio de dos cosas. Cada sociedad, podríamos decir cada generación, aspira a rendirse cuentas del pasado. Cada sociedad, cada generación, se acerca con nuevas preocupaciones, con nuevas preguntas, a los testimonios de ese pasado y las respuestas que obtiene, siempre que no olvide las ya dadas a preguntas precedentes, le permiten acercarse un poco más a lo que pudo ser la verdad del tiempo pretérito. Esa verdad nunca aparecerá de golpe ante el historiador. Como mucho, vestirá el ropaje de una conjetura un poco más verosímil que las anteriores. Y con ella habrá de conformarse la sociedad y, desde luego, el historiador, consciente éste de que sólo a través de sucesivas y titubeantes aproximaciones podrá acercarse a la verdad total.
Conforme se aproxima a ella, el historiador se da cada vez más cuenta de que esa verdad viene a ser una especie de síntesis depurada de las verdades parciales que cada uno poseía. La memoria (histórica, si aceptamos el redundante adjetivo, ahora tan de moda) contiene la verdad, o la mentira, de cada uno. Pero es la historia la que se encarga de reunirlas, confrontarlas, purificarlas, para extraer de ellas el recuerdo común de la sociedad y la interpretación más probable de los hechos del pasado. Frente a la memoria individual o grupal, se alza o debe alzar la historia en cuanto memoria científicamente probada de la colectividad. Frente a la memoria histórica, la producida interesadamente, y, por ello, inevitablemente heroica, la historia prodiga los claroscuros y, con frecuencia, convierte a los héroes en héroes por necesidad o a la fuerza y, a veces, simplemente, les retira del todo la etiqueta.
Para la rendición de cuentas del pasado, la sociedad, en cierto modo, como los individuos que la componen, encuentra en los cumpleaños -o en los "cumplesiglos"- una excusa de reflexión y recuerdo. En este caso, el cumpleaños a celebrar es el 800 aniversario de la conclusión del Cantar de Mío Cid .
Quien escrivió este libro dél´Dios paraíso, ¡amén!
Per Abbat le escrivió en el mes de mayo
En era [hispánica] de mill e doscientos e cuaraenta e cinco años.
O, dicho en forma más moderna:
"A quien copió este libro déle Dios paraíso,
Pedro Abbat lo hizo en el mes de mayo
En el año de la era cristiana de 1207" .
Los historiadores saben que el recuerdo de un determinado hecho del pasado es buen expediente para animar a los políticos a sufragar con mayor o menor generosidad investigaciones en torno a aquél. Los políticos, por su parte, saben también que el oportuno recuerdo de un hecho contribuye a la elaboración de lo que llamamos "memoria histórica". En definitiva, en ese juego de relaciones entre historiadores y políticos en torno a los hechos del pasado, si a los primeros les ha correspondido el derecho a decidir cuáles son los hechos recordables, los segundos se han arrogado siempre la potestad de seleccionar cuáles son los que hay que recordar. En medio de unos y otros, cualquier observador atento puede comprobar que la selección que convierte algunos hechos memorables en hechos memorandos es una selección, a la postre, política en su más amplio sentido. Como dice Patrick Geary, "toda memoria, sea 'individual', 'colectiva' o 'histórica' es memoria para algo".
En esta línea de atención, tan actual para los historiadores, los políticos y el conjunto de la sociedad, la de la memoria histórica, se inscriben mis reflexiones sobre el Cantar de Mío Cid en vísperas de los ochocientos años de aquel mes de mayo de 1207 en que Pero Abbat escribió el colofón del poema. Son reflexiones de un historiador de la sociedad medieval, no de un historiador de la literatura, y son reflexiones que aspiran a indagar no tanto en una historia (la del Cid o la del Poema) cuanto en la memoria histórica incluida en el Cantar o espoleada por él.
Un breve recuerdo de la historia
Antes de entrar en la memoria, recordemos la historia. Y la historia nos enseña que Rodrigo Díaz había nacido hacia 1045-1050 en Vivar, un pueblecito a diez kilómetros al norte de la ciudad de Burgos, en el seno de una familia de la pequeña nobleza regional. Probablemente, se había educado como compañero de armas y estudios con el infante don Sancho, primogénito del rey Fernando I de León. Más tarde, había formado parte del círculo más estrecho del infante y se había convertido en jefe de su milicia después de que aquél llegara a ser rey de Castilla en 1065.